III

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Aunque no llevaba muerto ni una hora, Martín había llegado ya a la conclusión de que la vitalidad estaba sobrevalorada. La vida y la no-vida no eran muy distintas. Se sentía un poco más ligero, eso sí, como si le hubieran quitado un peso de encima (tal vez fuera porque había vomitado el bazo), pero esa era toda la diferencia que podía apreciar. Al parecer, las cosas tampoco habían cambiado mucho para Débora, que (tras la conmoción inicial) le regañaba y le daba órdenes, exactamente igual que cuando estaba vivo.

—Vas a llamar al trabajo y vas a decir que te encuentras mal y que no puedes ir. No podemos arriesgarnos a que te pongas a vomitar en la oficina o a que intentes morder a alguien.

—No tengo ganas de morder a nadie, cariño.

—Aún —dijo ella, apuntándole a la cara con el dedo índice—, pero no podemos arriesgarnos. Ahora que te empiezan a ir bien las cosas en el trabajo no vas a echarlo a perder. ¿No decías que esta vez sí que van a ascenderte? ¡Pues no te ascenderán como se enteren de que te has muerto! 

—Supongo —convino Martín, concentrándose de pronto en la puntera de sus zapatos.

—Además, mis padres vienen a cenar esta noche. ¡Llevo toda la semana preparándolo y tú vas y te mueres hoy!

—No era mi intención molestarte.

Débora no captó la ironía:

—¡Y no vas a hacerlo! Vamos a tener una velada tranquila y agradable. Intenta no parecer muerto. Si te entran ganas de morder, avísame primero. ¡Y sal a recoger ese estropicio de ahí fuera antes de que alguien lo vea!


La cena de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora