VI

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Siempre llevaba una cajetilla y un mechero en el bolsillo de la camisa. Al parecer, morirse era un buen método para dejar de fumar, porque no se había acordado del tabaco en todo el día. Encendió un cigarrillo y le dio una larga calada, como si le fuera la no-vida en ello. Nada. El pitillo no tenía sabor, no le calmaba los nervios y, por supuesto, no le saciaba el hambre. Sin embargo, sí le aportaba cierta sensación de familiaridad, un sentimiento de rutina que, si bien no servía para mejorar las cosas, al menos impedía (de momento) que las cosas empeoraran.

Se levantó y echó a andar calle abajo. Lo último que quería era volver a entrar en casa y enfrentarse a las ganas que tenía de comerse a su mujer y a sus suegros. Un paseo podía servirle de ayuda, aunque le costara caminar. "Primero un paso, después otro", se dijo. "No es tan difícil, lo has hecho millones de veces".

Al doblar la esquina, chocó con una mujer y ambos cayeron al suelo. Se ayudaron a ponerse en pie el uno al otro. La mujer estaba pálida, tanto como lo estaba él mismo. Tenía unas ojeras pronunciadas y sus movimientos eran lentos y descoordinados. Nada más verla, Martín lo supo. Se reconoció a sí mismo en ella: la palidez, los ojos vacíos, los movimientos torpes. De estar vivo, el pulso se le hubiera acelerado y de seguro que se hubiera ruborizado. Siempre se ruborizaba ante una mujer bonita.

—Estás muerta, ¿verdad? —preguntó.

—Creo que sí —dijo ella—. Yo... vomité algo. No creo que nadie pueda vomitar eso y seguir vivo.

Martín asintió.

—Pero desearía estar muerta... del todo, quiero decir. ¿Tú estás muerto?

—Lo estoy —contestó Martín—. Y tengo hambre.

—Lo sé —dijo la mujer—. Acabo de morder a un hombre. Le he comido medio brazo antes de que lograra escapar. No ha servido de nada. Ahora tengo más hambre todavía. Me alegro de haberte encontrado. Es bueno saber que una no está sola en el mundo, ¿no crees?

Y tanto que lo creía. A pesar de estar muerto, Martín se sentía más vivo que nunca en aquel momento. Tal vez morirse no fuera el fin, después de todo. Tal vez la no-vida podía ser mejor que la vida. Tal vez el vitalismo no era más que una filosofía barata y lo bueno de verdad empezaba después: cuando uno se moría y lo único que necesitaba era saciar su hambre de carne. Tal vez aquella mujer y él pudieran ser felices si asumían lo que en realidad eran y lo que en realidad querían.

—Mira, sé que acabamos de conocernos y eso —dijo Martín—. Ni siquiera sé cómo te llamas, pero me encantaría que vinieras a casa conmigo. Está cerca, calle arriba. Y hay comida de sobra para los dos.

La cena de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora