¿Se puede vivir sin bazo? Débora no lo sabía. De hecho, no tenía muy claro para qué servía un bazo. Lo que sí sabía es que Martín no tenía buen aspecto o, al menos, tenía peor aspecto que de costumbre. Por suerte, había asistido a un cursillo de primeros auxilios el verano anterior. Hizo que Martín se tumbara en el sofá, le colocó un paño húmedo en la frente y le tomó el pulso y la temperatura.
—Estás frío —dijo, dando un par de pasos hacia atrás—. No tienes pulso.
—¿Cómo que no tengo pulso?
—Tu corazón... no late.
—¡Eso es imposible! —dijo Martín, incorporándose, con el paño todavía pegado a la frente—. Si no me late el corazón es que estoy... —miró a Débora con desesperación y ella asintió—. Oh.
—Mira, creo que he visto esto en las noticias. ¿Tienes ganas de morderme o algo?
—No más que de costumbre —respondió Martín.
—¿Seguro?
—Seguro.
Ella se sentó a su lado, aunque guardando cierta distancia, y le explicó lo que había visto en las noticias. Era algo que había pasado en Ghana, o en el Congo, o en Nigeria. Allí la gente se moría, pero no. Es decir, se morían pero seguían moviéndose por ahí y mordían a otra gente. Todo por culpa de un virus. Los militares habían intervenido y la situación estaba controlada. Lo había visto de pasada. Un asunto inquietante, sí, y bastante desagradable. Pero quedaba muy lejos. No era como si pasara en algún sitio de verdad, como Francia, Italia, o incluso Portugal. Y mucho menos en su propia casa, a su propio marido. ¿Qué iba a hacer con el bazo? No es como cuando se te muere un pez y lo tiras por el retrete. Tendrían que enterrarlo o algo.
—¿Seguro que no quieres morderme? —preguntó de nuevo.
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La cena de un hombre muerto
HumorMartín González se acaba de morir... pero no. Camina, habla y hace más o menos todas las cosas que se supone que hacen los vivos, incluyendo el tener que asistir a una estúpida cena con su mujer y sus suegros. Sin embargo, algo ha cambiado. Después...