Había pasado sólo una hora. Una tediosa y aburrida hora, en la que el celular no podía utilizar ni tampoco tenía nada para leer, por lo que estaba comiéndome las paredes del avión. Necesitaba estirar las piernas y apoyar mi cabeza en algo que no sean las almohadillas horribles y delgadas que te dan gratis en el avión, que ni sirven para que mi gata las destroce.
Miro a un lado, la ventana esta con la cortina colocada, por lo que no puedo apreciar el paisaje de la ciudad siendo despedida por el aire, por lo que la corro sin hacer mucho ruido y empiezo a mirar el cielo.
Siento una respiración en el cuello y el temor me invade. Debo aclarar que soy bastante aniñada y tengo miedo a todo.
Giro la vista sin mover un músculo y miro por el rabillo del ojo.
–Linda vista, ¿cierto? –dice Bradley con un sonrisa de lado.
El miedo se aleja de mí. El rencor lo reemplaza y me arden las mejillas. ¿Es timidez? No, es enojo. Estoy muy segura de ello.
–Aléjate –le susurro en el rostro, estábamos a centímetros del otro, rozándonos.
Él obedece y me mira desde su asiento, bastante acomodado.
–Parece que no te gusta admirar bellezas… como el cielo –dice señalando por la ventana– o como otras perfectas obras de Dios –dice colocando su dedo índice en su pecho.
Ruedo los ojos.
Miro la hora en mi reloj digital, sólo habían pasado tres minutos y una hora.
–Eres bastante fría conmigo –comenta con el tono triste.
Aparto la vista de mi condenado reloj que no avanza más rápido, para ver su mímica extraña y aparentemente desesperada en busca de afecto instantáneo, lo que no iba a hacer.
–Sólo me alejo de lo que no me interesa –sonrío ampliamente.
–Me gusta tu actitud –sonríe y mira hacia delante.
Ruedo los ojos. Me iba a sacar canas de colores y no precisamente negras, como mi tintura.
Alza la mano y, una azafata, en pleno silencio ya que los demás pasajeros –a excepción de nosotros dos– estaban plácidamente dormidos, se acerca con una sonrisa deslumbrante.
La joven parece recién graduada del Instituto primario, aunque su minifalda, más corta que la que debería usarse según el uniforme, y su camisa desbrochada en los primeros botones, denotaban una joven desesperada. Perfecto, ambos podrían irse al pequeño baño del avión así dejan de llamarse aerolíneas vírgenes. Aunque de virgen no tenían nada ninguno de los dos.
– ¿Puedo ayudarlo en algo, señor? –comienza a decir en susurro con una voz nasal, la rubia del labial rojo y la minifalda súper corta.
–Un jugo de naranja, por favor –responde Bradley con una sonrisa de lado y los ojos levemente cerrados, colocando así una mueca seductoramente asquerosa.
Giro el rostro y miro por la ventanilla. El mundo parecía alejarse de nosotros a cada segundo. Apoyo la frente contra el cristal, como si tuviera dos años, y cierro los ojos.
Siento una mano en el hombro y un bulto en mi oreja. ¿Un bulto en mi oreja? Sí, como una almohada. Tengo los ojos cerrados y estoy volando, tengo mucho sueño. No quiero abrirlos y despertarme. Y mucho menos abrirlos y soportar a mi compañero de viaje. El engreído Bradley.
Me acomodo en el asiento y siento la almohada moverse apenas un poco. La almohada moverse… Ciel, las almohadas no se mueven.
Pego un brinco en el asiento y me levanto de éste, golpeándome la cabeza contra el compartimiento donde están las valijas de mano.
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Zapatos & Sandías [Pausada hasta Diciembre] ©
Chick-LitCiel Maloney tiene veintiocho años. Piensa que su vida ya ha tocado fondo cuando su tía abuela, en una reunión familiar, la confunde con su hermana (la que tiene ochenta y seis años, además de estar difunta). Piensa en renovar sus partidos de ajedre...