Recuerdo como si fuese hoy, el sabor caliente y amargo de mi café humeante aquella tarde gris, mientras el viento de Pluckley me revolvía algunas hebras de cabello desde el pequeño balcón.
Cerré mis ojos y expulsé un gran suspiro que denotaba el agotamiento y decaimiento energético por el que venía atravesando los últimos días; sabía que una mudanza no sería fácil, pero jamás pensé que podía consumirme a tal punto.
Mi mirada subía y bajaba por sobre las cajas de cartón envueltas en pegamento dispersas por la habitación, pasando por el par de muebles ensamblados de madera que sólo ocuparían espacio ya que no tenía demasiadas prendas o utensillos que guardar y finalmente, por el pequeño pasillo que da a las escaleras de madera que separan las dos simples pero atractivas plantas de la especie de cabaña.
Cuando llegué a primeras horas de la mañana junto al camión de mudanzas de Hurrevire, me sorprendí igual o más que la primera vez al ver el atractivo de la propiedad. Desde su aspecto rústico que combinaba con el clima húmedo del pueblo—que por cierto, también llamaba bastante mi atención— hasta el dejo de elegancia que parecía haber tenido en algún momento opacada por el abandono.
Era un pueblo antiguo, eso era un hecho; las pocas calles de tierra lisas pero sin pavimentar que dividían el bosque no eran angostas, más bien casi daban lugar a un solo sentido para los automóviles que rara vez transcurrían.
Bismarck, la empleada de la inmobiliaria encargada del proceso de la venta de la propiedad, me había informado que «era un sitio ideal para los amantes de la tranquilidad, la paz y el silencio» ya que además de encontrarse a unos cuántos kilómetros de los suburbios, era un pueblo con pocos habitantes y con una gran distancia entre propiedad y propiedad, teniendo mi vecino más cercano a unos cien metros; con una vista «increíblemente relajante por la riqueza floral» del pueblo. Y así era: estaba rodeada de verde. Toda clase de árboles, arbustos, plantas, troncos y hojas enriquecían la vista y el gran e intimidante especie de bosque que conformaba el pueblo de Pluckley.
Salté en mi lugar al oír un gran estruendo durante unos segundos. Las nubes se movían a una velocidad considerable sobre el cielo semigris, pequeñas ráfagas de viento en aumento movían las copas de los árboles y el verde que llenaba mi vista durante varias cuadras a la redonda: era una vista digna de admirar. Sonreí ante la idea de dormir con lluvia; había estado limpiando y desempaquetando en la casa durante todo el día. Si bien estaba presentable, Bismarck nunca mencionó acerca de ciertas capas de polvo que formaban parte de la decoración de algunos muebles que ya se incluían con la casa.
Cerré el vidrio del ventanal del balcón y me dirigí a mi cama luego de apagar la lámpara con un soporte de tubo largo y antiguo que probablemente duplicaba mi estatura. Acaricié al Golden Retriever cachorro que se enrollaba en una bola sobre el edredón de mi cama. Sonreí cansada, parecía no tener problemas para conciliar el sueño la primer noche en una casa a casi treinta kilómetros de la anterior, a treinta kilómetros de nuestro hogar.
Un chirrido vibrante en la mesita ratona contigua a mi cama me sobresaltó. Realicé acrobacias sacando medio cuerpo fuera de la cama para alcanzar el móvil, Alex.
Aún recuerdo su voz, se oía completamente opuesta a como solía escucharse. Era lejana, baja, nerviosa. Como cerciorándose de que nadie ajeno a mí escuche sus palabras:
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ZEUS
Vampire"El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos".-Antonio Gramsci.