Prólogo

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17 de diciembre de 1905

  Miriam Wheler, sola en aquel oscuro pasadizo, aproximó la vela hacia el pomo de la puerta que había hallado entre tanta oscuridad. Se agachó para contemplar el pomo de plata. Sus ojos verdes brillaron a la luz del fuego y en ellos se iluminó un destello de curiosidad. Sus rojizos labios esbozaron una media sonrisa y ella posó la mano sobre el pomo. Abrió la puerta y entro en la habitación desconocida.

A decepción suya, la habitación también estaba oscura, pero, esta vez era diferente; una luz color  violeta parpadeaba desde el fondo. Miriam se aproximó lentamente asombrada por aquello. Al verlo de cerca, quedó deslumbrada. Nunca había visto nada semejante. Sobre un pañuelo de terciopelo color granate, el objeto que desprendía aquella luz se trataba de una piedra, o más bien una especie de mineral, que desprendía una luz violácea jamás vista. Miriam deslumbrada por su belleza no podía parar de mirarla. Era lo más hermoso que había contemplado en su vida, sobretodo, después de haber transcurrido todos los años de su vida atrapada en aquel caserón. Desde que era niña, jamás había salido del bosque. Criada por sus dos tíos, Miriam había tenido una infancia llena de soledad. Solía imaginarse que vivía en sus libros y que en vez de ser una niña corriente de cabellos negros y ojos verdes, era una princesa rubia y de intensos ojos azules, o un hada que vivía en un frondoso bosque junto a otras hadas e incluso una sirena que vivía aventuras en el mar cerca de los peces, aunque resultaba dificil de creer ya que nunca había visto el mar. Sin embargo, hoy en su 21 cumpleaños, echaba su infancia atrás, una etapa a la que nunca regresaría.

Hipnotizada por el resplandor, Miriam acercó su mano izquierda para tocar la piedra. Al rozar su dedo índice la superficie de la piedra, una fuerza circular empujó a la joven hacia atrás haciéndola volar por los aires  y cayó bruscamente sobre el suelo, dándose en la cabeza. Miriam se tocó la sien soltando un leve gemido de dolor, y entonces, la sala se iluminó. Se habían encendido automáticamente seis candelabros iluminando toda la sala, la cual parecía ser un laboratorio. Ella no se podía levantar. Le sangraban, la sien y la frente y se le nublaba la vista. La sangre iba cayendo por su cuello hasta llegar a sus hombros, manchando de rojo puro su blanco vestido de seda. Miriam estaba temblando y le costaba respirar, estaba agotada.

 Un hombre salió del vacío aproximándose a ella. Se agachó y le tendió la mano derramando una o dos lágrimas. Cogiéndole la otra mano, el hombre murmuró:

"ella también no, por favor"








Los secretos del interiorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora