El tren estaba lleno a rebosar, el olor a sudor, a café y a aliento matutino se entremezclaba con una combinación de perfume, desodorantes, champús y productos para después del afeitado y, por supuesto, el característico olor a cerrado de cualquier tren.
Eran las 8 de la mañana y Alma sudaba. Iba calzada con unas gruesas botas, calientes y usadas, perfectamente acomodadas a sus pies. Llevaba unas gruesas medias marrones y una falda hasta los tobillos, que le hacía cosquillas cuando andaba, era verde con flores azules. Por debajo de un jersey de lana suave, tejido por su madre, de color azul, un poco desteñido a causa de un accidente en el laboratorio del colegio, se entreveía una camisa blanca. En la cintura tenía atada una riñonera, tan apretada que le dificultaba respirar, pero la falda le iba grande, el estrés de los últimos meses le había hecho perder un par de kilos. Tenía las muñecas adornadas con un millón de pulseras de distintos colores, formas y tamaños, algunas pesaban, otras sencillamente se acomodaban en su piel como si fuesen guantes. Cada brazalete tenía su historia. Llevaba las uñas cortas y limpias y el pelo recogido en un moño suelto, todo excepto una rasta gruesa y bien cuidada, rodeada por un par de anillas de plata, que le caía por encima del hombro derecho desde la nuca, haciéndole cosquillas en el cuello.
Un chico con suerte, pues iba sentado en una de las pocas sillas del tren, no le podía quitar los ojos de encima, hasta con su ropa ancha y holgada se podían intuir unas curvas generosas, Alma no estaba delgada precisamente, incluso habiendo perdido unos kilos aquel invierno, pero todo estaba en su sitio, tenía unas curvas que marearían al piloto más experto. Alma lo notó y le sonrió coquetamente, el chico de enrojeció detrás de unas gruesas gafas de pasta y bajó la mirada de inmediato. Alma rió flojito y, por un momento, olvidó todos sus problemas. A Alma le gustaba que la mirasen.
El tren frenó de repente y Alma se vio aplastada contra el pecho de un señor con traje que olía a tabaco y a colonia barata, Alma pidió disculpas soportando la mirada de reproche de ese hombre que miraba su rasta como si fuese la marca del diablo y se volvió a agarrar al poste, abriéndose camino para hacer un hueco a la gente que bajaba y a la que, sin duda alguna, iba a subir mientras daba gracias a su altura, pues le evitaba el sentimiento claustrofóbico del que tanto se quejaba Charly cuando iban a sitios abarrotados. Tres paradas más tarde bajó del tren agradeciendo salir de ese compartimiento lleno de cuerpos sudorosos y siendo golpeada por una bocanada de aire semi-limpio, o si más no, libre de ese potente olor a humanidad que siempre acompaña al tren de las 8 de la mañana. Caminó con paso decidido entre la muchedumbre por los túneles, justo antes de salir de allí, levantó la mano y tocó el techo como llevaba haciendo siempre que pasaba por allí desde hacía tres meses.
Al salir a la calle metió las manos en los bolsillos del jersey para combatir el frío que se le metió de pronto en el cuerpo y le entró hasta congelarle los huesos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sus pasos resonaban contra el pavimento, de vez en cuando saltaba un charco, no quería mojarse los pies, aquella noche había llovido y en el aire aún se olía la humedad limpia y clara del chubasco. El cielo seguía encapotado tiñendo todos los colores de un suave gris.
No había demasiada gente en la calle, miró el reloj. Eran las 8:00 de la mañana. Aun sentía el sueño pegado en los ojos. Alma entró en un bar, agradeciendo la calefacción del local, y pidió una taza de té para llevar. La tienda era de un color marrón claro y olía a café molido y pastas, era reconfortante. Había unos bancos con almohadas que llamaban a Alma para que se tumbase y durmiese un rato. Pagó el té y lo cogió con las dos manos, rodeando el vaso de papel, quemaba, pero no importaba. Alma volvió a sentir los dedos de las manos. Sorbió la infusión y saboreó el gusto a frutos rojos que acompañaban las hojas y el agua caliente y suspiró aliviada al ver que, con el té, la calle ya no era tan fría y que la cafeína le despertaba la mente. Ahora podía pensar con más claridad.
Inhaló por la nariz sintiendo como el frío del aire competía con el calor del té. Ya no tardaría demasiado a llegar, quería ver si Alicia estaría de humor para hablar o si sería otra mañana de tele o libros, cada vez estas abundaban más y más, no es que a Alma le importase, Alicia tenía buen gusto para las películas y muy poca tolerancia por aquello vacío de significado, cuando miraban cosas siempre aprendía alguna cosa o la dejaban pensando. Y leer en voz alta le gustaba, nunca leía si no era obligatorio, no se encontraba entre sus pasatiempos favoritos, pero las historias estaban bien y le gustaba leerle a Alicia y escuchar su voz, como subía y bajaba, como se paraba en los momentos de más expectación.
Además le gustaba estar con Alicia, hablar con ella la tranquilizaba y le ayudaba a poner las cosas en perspectiva. Su padre tenía una idea que a Alma le gustaba mucho, él decía que hay gente que más que amigos son casas, como cuando eres pequeño y juegas al escondite, cuando estás en casa, sea lo que sea que esté pasando fuera, estás a salvo. Casa, no importa dónde estás o cuanto hace que no pasas por allí, la gente casa es esa gente que, aunque haga meses que no los veas, va a estar allí cuando vuelvas, exactamente igual que como lo dejaste. Alicia y Alma eran casa la una para la otra, cuando estaban juntas estaban seguras, nada malo podía pasarles. Con Alicia, Alma estaba como arropada por una manta una noche de invierno congelada, cuando sabes que hace frío en todos lados excepto donde tú estás. Alicia le aportaba una tranquilidad de espíritu que raramente tenía, la vida de Alma siempre iba rápida como un tren descarrilado y no tenía pausa, pero al estar con Alicia le parecía que el mundo se ralentizaba.
Alma paró delante de un edificio de cemento blanco. Las puertas automáticas del hospital se abrieron revelando un mundo artificial y blanco, eso era lo que más molestaba a Alma, que todo fuese blanco, suelos blancos, paredes blancas, techos blancos, mesas blancas y sillas blancas, camas blancas, batas blancas, luz blanca, hasta la gente estaba antinaturalmente blanca allí dentro. Alma acostumbrada a un mundo de colores brillantes, odiaba ese sitio, hasta el olor era blanco, estéril, nada más que legía. Cuando era pequeña llamaba a ese sitio el edificio de los susurros, a su madre le parecía divertido, a ella le daba miedo solo pensarlo. En un mundo tan estéril solo había espacio para los pensamientos y pensar nunca había sido su punto fuerte.
Entró en la tienda de regalos, el único sitio colorido del hospital y compró una rosa amarilla que aún conservaba su olor fresco a naturaleza. Alma sonrió, siempre le compraba una rosa amarilla a Alicia, era el color de la amistad, pero no era solo eso, así le recordaba el mundo exterior. Alma tenía miedo a que, después de tanto tiempo en el hospital, Alicia olvidase que había olores natrales en el mundo, que no todo era legía.
Le sonrió al chico detrás del mostrador, siempre era el mismo muchacho y habían entrado en una especie de rutina: ella entraba, cogía la rosa, la olía y se la daba al chico sonriendo, él la cogía y la envolvía en un trozo de papel extrafino, ella pagaba y él le deseaba los buenos días, ella sonreía e inclinaba la cabeza, luego se iba. Eso pasaba todos los días, y ese no fue diferente.
Alma salió de la tienda y subió al segundo piso, a la habitación 2.21, y se le cayó el alma a los pies. La habitación estaba vacía, y no era solo que no hubiese nadie, es que ya no estaban las fotos, ni los pósteres, ni la pila de libros en la mesita de noche, ni el ordenador en el escritorio y el jarrón donde siempre solía estar la flor amarilla había desaparecido. Ya no había ni rastro de Alicia.
-Alma.- Alguien le tocó el hombro suavemente y ella se giró, allí había una mujer pequeña, de unos 45 años que la miraba con ojos tristes. Era Marta, la encargada de planta.- Será mejor que te sientes.
La cogió por el codo y la guió hasta las sillas que había en el pasillo, Alma se dejó hacer. Estaba con el piloto automático puesto, no pensaba, solo hacía. Sabía lo que le iban a decir, ya lo sospechaba desde hacía semanas, Alicia no mejoraba, más bien al revés, cada día estaba más débil.
-Pensaba que te habrían llamado. Alicia murió ayer por la noche, mientras dormía, su corazón ya no aguantó más, pero te aseguró que no sufrió...
Alma la oía, pero ya no la escuchaba, Marta seguía hablando, pero ella solo veía aquella rosa amarilla, ahora completamente inútil. Se levantó y salió del hospital, fuera llovía otra vez. Las gotas de agua la empaparon, calándola hasta los huesos y entremezclándose con sus lágrimas. Alma tiró la rosa amarilla a la papelera y se miró las manos. Fue entonces cuando vio que se había pinchado con una de las espinas.
Siguió andando y se perdió por las calles de la ciudad sin saber dónde ir, porqué, ¿dónde vas cuando pierdes tu hogar?
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EL VIAJE
Teen FictionDespués de vivir una gran pérdida Alma se encuentra con un gran viaje por delante, tiene que cruzar Europa para asistir a un festival de música y cumplir la última voluntad de una gran amiga. Con esta historia invito al lector a acompañar a Alma y a...