A veces todo no alcanza.
A veces todo no se nota.
A veces es lo contrario.
Eso era lo que Octavio Guirado Kinsky sentía a diario, asomado a uno de los ventanales que daban al parque de estilo inglés; porque a Octavio le gustaba algo que no podía comprarse: las palabras vivas.
Cuando tenía catorce años, sus padres lo llevaron al teatro por primera vez. Y Octavio ya no pudo olvidar la emoción que le produjeron las palabras vivas. Desde entonces, solo deseó escribirlas. No le interezaba escribir para que otros leyeran en silencio. Octavio deseaba escribir palabras que fueran pronunciadas con voz poderosa sobre los escenarios; palabras con máscara y maquillaje, de esas que luego se aplauden de pie.
Y no es que alguien le prohibiera hacerlo. Octavio era hijo menor y tardío de una familia acaudalada; de manera que las riendas del negocio estaban en manos de sus hermanos mayores. Por lo demás, la fortuna de Guirado Kinsky podía permitirse mantener un dulce vástago inútil.
No era prohibición sino vacío.
Octavio no encontraba qué contar. Miraba alrededor y solo veía comodidad y placeres; nada que mereciera palabras vivas. Se asomaba a las ventanas para observar un parque sin una sola hierba fuera de lugar, donde los insectos eran coquetas vaquitas de San Antonio y abejas doradas.
- No sirve. Eso no sirve - repetía, yendo y viniendo por la sala más luminosa de la mansión.
Silvia alzó la cabeza de la costura. Ella era una delgada muchacha siciliana de piel trigueña contratada como modista exclusiva para la familia. En invierno le permitían colocar la máquina de coser cerca de los ventanales. Así podría aprovechar la luz y trabajar hasta más tarde.
En aquellas salas, cualquier cosa fuera de sitio llamaba la atención. Octavio no pudo más que reparar en un libro pequeño, abandonado en un sofá. La pequeña vendedora de cerillas. Hans Christian Andersen.
La tapa tenía la imagen de una pequeña de cabello rubio, cubirta con una manta a cuadros. En aquella tapa, al igual que en el parque, estaba nevando. Octavio lo tomó en sus manos y leyó: ''Editado en 1942''. Entonces ya tenía casi diez años.
-¿Qué hace aquí esta pequeña? - murmuró Octavio para sí. En su sitio, Silvia apretó el pedal más de lo debido, pero no dijo nada. No estaba autorizada a hablar si no le dirigían la palabra.
- ¿Tú sabes de quién es este libro? - preguntó Octavio.
La joven lo miró. Tenía los pómulos altos, ojos oscuros, enmarcados de nostalgia.
- No lo sé, señor Octavio - dijo.
Porque a Silvia nadie le había ordenado decir la verdad.
El hijo menor de la familia Guirado Kinsky se sentó en un sillón de respaldo alto y allí estuvo hasta acabar con la lectura.
- ¡Es esto! - Octavio habló como si estuviera solo, como si no hubiese una Silvia terminando las mangas de un camisón para la señora, en conjunto con el pijama del señor.
- ¡Es esto! - repitió con una sonrisa.
Octavio corrió al escritorio, se sentó ante la máquina de escribir, colocó una hoja, giró el carretel, alineó el papel y escribió.La pequeñavendedora de fósforos.
Versión teatral.Personajes:
La pequeña vendedora.
La abuela.
La madre.
El padre.
Gente que pasa.Primer acto
La escena mostrará una vivienda muy pobre. Los personajes visten harapos.
MADRE: (Retorciendo sus manos) ¿Mandarás a la niña a vender fósforos? Hace tanto frío hoy.
PADRE: (Brusco) ¡Por eso mismo! Todos querrán prender fuego, y entonces comprarán más
MADRE: Pero está nevando.
PADRE: (Bebiendo un vaso de vino) Bah, la nieve no mata a nadie.
MADRE: La niña no tiene botas. Solo zapatillas de tela.
PADRE: ¡Se las pones y la mandas ya mismo! (Golpea la mesa) No me hagas perder la paciencia porque recibirás tú también un buen golpe.Por varios días, apenas se lo vio a Octavio. Pasaba las horas en el escritorio, frente a la máquina de escribir. Al fin, una tarde salió de allí, y no tenía una buena cara.
Silvia cosía el ruedo de una sábana de lino. Octavio apenas la saludó. Y ella respondió con prudencia.
Es frecuente que algunas personas olviden a quienes les sirven, y hablen y actúen frente a ellos como si fueran muebles.
- Tengo frío... Mucho frío.
Octavio ensayaba con una voz ajena.
- Mi Dios, tengo tanto frío.
El joven pronunciaba su línea, y enseguida negaba con la cabeza.
- ¡Cuánto frío hace hoy! Y está nevando.
Octavio negaba de nuevo. Era evidente que no estaba conforme. Un rato después, se paró frente a la ventana y guardó silencio. Tal vez el parque le ayudara a encontar las palabras adecuadas para la pequeña vendedora de fósforos.
- Te escucho a veces cantar en italiano - dijo de pronto dirigiéndose a Silvia -. ¿Cómo haces para que tu canción suene triste?
- Será porque la traje conmigo desde mi pequeño pueblo siciliano. Y me recuerda mi propia pena. ¿Cómo podría alguien cantar una canción triste si no conoce la tristeza?
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Para Contar
Random¡Hola Lectores! Aquí encontrarán de todo, éste es un espacio para leer un poco. Encontrarán leyendas tanto de terror como románticas, rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, poesías de Pablo Neruda, recomendaciones de historias de Wattpad, y poesías e his...