A Oscar siempre le gustaron las catedrales. La de su ciudad era tan alta, que al mirarla desde su pequeña estatura, tenía que torcer el cuello de tal forma que le costaba no marearse. Lo que más temía era que sus pies se despegasen de la tierra y la Catedral le arrastrara con ella hasta los cielos. Aun así, un espíritu aventurero le llevaba cada tarde hasta la Plaza Mayor. No podía evitar sentir un cosquilleo en las tripas cada vez que lo hacía. Aquello, durante un tiempo, se convirtió en una costumbre. Era la única estrategia que encontró para llevar a cabo lo que de ninguna manera un chico de nueve años sería capaz de realizar sin un firme entrenamiento. Aquel reto de pararse frente a la catedral no era sino un ensayo de valor, un ritual, la cuidadosa preparación que necesitaba antes de poder enfrentarse a Alejandra Quintana; la criatura de doce años más hermosa construida por la naturaleza.
La veía todas las tardes salir del colegio, altiva, con sus libros apoyados contra el pecho, caminar hasta la zona alta de la ciudad, donde viven los ricos. La seguía con la mirada sin que ella se diese cuenta, como un espía, y aquel rostro se paseaba por su mente un millón de veces, antes de dormirse, mientras su cuerpo no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que la abuela, que oía el chirriar de los muelles, abría la puerta del cuarto, se sentaba a su lado y suspiraba.
Pero Oscar no podía contar a su abuela lo que le turbaba. Bastante tenía la pobre, como para preocuparle aún más con sus problemas. Problemas que podía muy bien resolver el solo, subiendo cada tarde a la Plaza Mayor para entrenarse frente a la catedral, hasta que un día, en domingo, la vio. Alejandra estaba allí, apenas a seis metros, al final de una enorme cola de personas que esperaban para comprar en la pastelería.
Aquella era la oportunidad. Podía colocarse tras ella como si fuese a comprar unos pasteles. Podía hacerlo. Había imaginado aquel momento un millón de veces, tratando de respirar siempre al mismo ritmo, mientras las nubes pasaban rozando la cúpula de la catedral. Había llegado el momento. Pero de repente sus pequeñas tripas comenzaron a enrollarse, como si todos los esfuerzos realizados hasta entonces nunca hubiesen servido para nada.
Oscar tomó aire, podía controlar aquello, caminó hacia la muchacha, al principio muy despacio, como esos astronautas que andan por la luna, hasta que un pensamiento helado le recorrió la espalda; de no darse prisa alguien podía colocarse detrás de Alejandra en la cola de la pastelería. No era tiempo de pensar. Cerró los ojos y en cuatro zancadas se colocó junto a la muchacha. En realidad detrás de ella, como no podía ser de otra manera, como nunca los pobres se pusieron por delante de los ricos, como tampoco construían las catedrales más pequeñas que las casas, y solo el humo de sus chimeneas, como si fuesen sueños, podían aspirar a conquistarlas.
Pero Oscar estaba allí, tan cerca de la felicidad, sin comprender qué de bueno había hecho, tan próximo a Alejandra, que su aroma se colaba dentro de la pequeña nariz del muchacho, y ella, como si supiera que algo le estaba siendo robado, se giró de repente. El rostro de Oscar se incendió, como el de un ladrón sorprendido, que tratara de hacerse invisible, desviando la mirada hacia otro lado, hacia la Catedral, que lo contemplaba con su único ojo de cíclope, desde el cielo, con el brillo de sus vidrios esmaltados.
Oscar había llegado demasiado lejos como para huir ahora, de manera que respiró profundamente y pudo girar de nuevo su rostro hacia la muchacha. Había llegado el momento. De hecho ya no existía ningún otro momento en la vida de Oscar, ni pasado ni futuro. Todo estaba allí, en ese instante donde un hombre desea elegir su destino. No lo dudó, "Me llamo Oscar Suarez," dijo. Valeria, que le sacaba casi una cabeza entera, le miró desde las alturas, y como si no fuese suficiente esa distancia, levantó el mentón y dijo sin interés, "Ah!"
Aquello le hizo una pequeña herida, pero no se rindió, esperó un poco, tomó aire de nuevo, y volvió a intentarlo; "y me gustan las catedrales". Alejandra sonrió. Luego consultó su reloj y dijo: "Chico, ¿Me guardas la vez?" Y se alejó sin esperar a la respuesta.
Oscar permaneció allí parado, cuidando su lugar, dejando pasar a todas las personas que llegaban a la cola de la pastelería, una tras otra, y los rayos del sol fueron abandonando la plaza, que iba tomando un tono gris según avanzaba la tarde, hasta que todos se fueron y solo quedó el pastelero, que miraba a Oscar con el ceño fruncido.
Hacía frío, y la Catedral estaba rodeada de una pequeña bruma que solo le llegaba hasta la mitad. Oscar tomó el camino hacia su casa, mientras escuchaba el cierre metálico de la pastelería estrellarse contra el suelo a sus espaldas. Su abuela, al verle llegar, lo contempló en silencio, como si tratara de comprender la naturaleza de una diferencia. Luego movió la cabeza y se agachó para echar unas maderas a la estufa, mientras sus cabellos blancos brillaban por el resplandor de las llamas, con el color cromado que va forjando el espíritu humano, y un suspiro escapó de su boca, un suspiro profundo, que recordó a Oscar el sonido de esas olas, que se alejan, cuando traen de la mar los restos de un naufragio hasta la playa.

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LA CATEDRAL
RandomA Oscar siempre les gustaron las catedrales. La de su ciudad era tan alta, que al mirarla desde su pequeña estatura, tenía que torcer el cuello de tal forma que le costaba no marearse. Lo que más temía era que sus pies se despegasen de la tierra y l...