Pero volviendo de aquel encantado mundo de los recuerdos a la realidad que
me rodeaba por todas partes, un sentimiento de tristeza se apoderó de mí.
¡Ay! había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros de la infancia y
de la juventud; pero ésta se alejaba de mí a pasos rápidos, y el tiempo que
pasó al darme su poético adiós hacía más amarga mi situación actual.
¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y un suspiro de
angustia respondía a cada una de estas preguntas que me hacía, soltando las
riendas a mi caballo, que continuaba su camino lentamente.
Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de montañas solitarias
y salvajes; era yo un proscrito, una víctima de las pasiones políticas, e iba tal
vez en pos de la muerte, que los partidarios en la guerra civil tan fácilmente
decretan contra sus enemigos.
Ese día cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado por enormes
abismos y por bosques colosales, cuya sombra interceptaba ya la débil luz
crepuscular. Se me había dicho que terminaría mi jornada en un pueblecillo de
montañeses hospitalarios y pobres, que vivían del producto de la agricultura, y
que disfrutaban de un bienestar relativo, merced a su alejamiento de los
grandes centros populosos, y a la bondad de sus costumbres patriarcales.
Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado, después de un día de
marcha fatigosa: el sendero iba haciéndose más practicable, y parecía
descender suavemente al fondo de una de las gargantas de la sierra, que
presentaba el aspecto de un valle risueño, a juzgar por los sitios que
comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba, por las cabañas de
pastores y de vaqueros que se levantaban a cada paso al costado del camino,
y en fin, por ese aspecto singular que todo viajero sabe apreciar aun al través
de las sombras de la noche.
Algo me anunciaba que pronto estaría dulcemente abrigado bajo el techo de
una choza hospitalaria, calentando mis miembros ateridos por el aire de la
montaña, al amor de una lumbre bienhechora, y agasajado por aquella gente
ruda, pero sencilla y buena, a cuya virtud debía yo desde hacía tiempo
inolvidables servicios.
Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las largas marchas y al
fastidio de las soledades, había procurado distraerse durante el día, ora
cazando al paso, ora cantando, y no pocas veces hablando a solas, como si
hubiese evocado los fantasmas de sus camaradas del regimiento.
Entonces se había adelantado a alguna distancia para explorar el terreno, y
sobre todo, para abandonarme con toda libertad a mis tristes reflexiones.