Capitulo 10

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--Pero he ahí las once y media,--dijo el cura al oir el alegre repique que
anunciaba la _misa de gallo_.--Si Vd. gusta, nos dirigiremos a la iglesia, que no
tardará en llenarse de gente.
Así lo hicimos: el cura se separó de mí para ir a la sacristía a ponerse sus
vestidos sacerdotales. Yo penetré en la pequeña nave por la puerta principal, y
me acomodé en un rincón desde donde pude examinarlo todo. El templo, en
efecto, era pequeño como me lo había anunciado el cura: era una verdadera
capilla rústica, pero me agradó sobremanera. El techo era de paja, pero las
delgadas vigas que lo sostenían, colocadas simétricamente, y el tejido de
blancos juncos que adhería a ellas la paja, estaba hecho con tal maestría por
los montañeses, que presentaba un aspecto verdaderamente artístico. Las
paredes eran blancas y lisas, y en las laterales, además de dos puertas de
entrada, había una hilera de grandes ventanas, todo lo cual proporcionaba la
necesaria ventilación....
En la iglesia de aquel pueblecillo afortunado, y en presencia de aquel cura
virtuoso y esclarecido, comprendí de súbito que lo que yo había creído difícil,
largo y peligroso, no era sino fácil, breve y seguro, siempre que un clero
ilustrado ... viniese en ayuda del gobernante.
He ahí a un sacerdote que había realizado en tres años lo que la autoridad civil
sola no podrá realizar en medio siglo pacíficamente. Allí veía yo una casa de
oración ...; allí el espíritu, inspirado por la piedad, podía elevarse, sin
distracciones,... hacia el Creador para darle gracias y para tributarle un
homenaje de adoración.
La pequeña iglesia no contenía más altares que el que estaba en el fondo, y
que se hallaba a la sazón adornado con un Belén....
Las paredes, por todas partes, estaban lisas, y, entonces, los vecinos las
habían decorado profusamente con grandes ramas de pino y de encina, con
guirnaldas de flores y con bellas cortinas de heno, salpicadas de escarcha.
Noté, además, que, contra el uso común de las iglesias mexicanas, en ésta
había bancos para los asistentes, bancos que entonces se habían duplicado
para que cupiese toda la concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se
veía obligado a sentarse en el suelo sobre el frío pavimento de ladrillo. Un
órgano pequeño estaba colocado a la puerta de entrada de la nave, y pulsado
por un vecino, iba a acompañar los coros de niños y de mancebos que allí se
hallaban ya, esperando que comenzara el oficio.
El altar mayor era sencillo y bello. Un poco más elevado que el pavimento, lo
dividía de éste un barandal de cantería pintado de blanco. Seguía el altar, en el
que ardían cuatro hermosos cirios sobre candeleros de madera, y en el fondo
estaba el _Nacimiento_, es decir, un portalito rústico, con las imágenes,
bastante bellas, de San José, de la Virgen y del Niño Jesús, con sus
indispensables mula y toro, y pequeños corderos; todo rodeado de piedras
llenas de musgo, de ramas de pino, de encina, de parásitas muy vistosas, de
heno y de escarcha, que es, como se sabe, el adorno obligado de todo altar de
Nochebuena.
Tanto este altar, como la iglesia toda, estaban bien iluminados con
candelabros, repartidos de trecho en trecho, y con dos lámparas rústicas,
pendientes de la techumbre.
A las doce, y al sonoro repique a vuelo de las campanas, y a los acentos
melodiosos del órgano, el oficio se comenzó. El cura, revestido con una alba
muy bella y una casulla modesta, y acompañado de dos acólitos vestidos de
blanco, comenzó la misa. El incienso, que era compuesto de gomas
olorosísimas que se recogían en los bosques de la tierra caliente, comenzó a
envolver con sus nubes el hermoso cuadro del altar; la voz del sacerdote se
elevó suave y dulce en medio del concurso, y el órgano comenzó a acompañar
las graves y melancólicas notas del canto llano, con su acento sonoro y
conmovedor.
Yo no había asistido a una misa desde mi juventud, y había perdido con la
costumbre de mi niñez la unción que inspiran los sentimientos de la infancia, el
ejemplo de piedad de los padres y la fe sencilla de los primeros años.
Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones, profesando ya otras ideas y no hallando en mi alma la disposición que me hacía amarlas en
otro tiempo.
Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me recordaba toda mi
niñez, viendo en el altar a un sacerdote digno y virtuoso, aspirando el perfume
de una religión pura y buena, juzgué digno aquel lugar de la Divinidad; el
recuerdo de la infancia volvió a mi memoria con su dulcísimo prestigio, y con su
cortejo de sentimientos inocentes; mi espíritu desplegó sus alas en las regiones
místicas de la oración, y oré, como cuando era niño.
Parecía que me había rejuvenecido; y es que cuando uno se figura que
vuelven aquellos serenos días de la niñez, siente algo que hace revivir las
ilusiones perdidas, como sienten nueva vida las flores marchitas al recibir de
nuevo el rocío de la mañana.
* * * *
La misa, por lo demás, nada tuvo de particular para mí. Los pastores cantaron
nuevos villancicos, alternando con los coros de niños que acompañaba el
órgano.
El cura, una vez concluido el oficio, vino a hacer en lengua vulgar[1], delante
del concurso, la narración sencilla del Evangelio sobre el nacimiento de Jesús.
Supo acompañarla de algunas reflexiones consoladoras y elocuentes,
sirviéndole siempre de tema la fraternidad humana y la caridad, y se alejó del
presbiterio, dejando conmovidos a sus oyentes.
El pueblo salió de la iglesia, y un gran número de personas se dirigió a la casa
del alcalde. Yo me dirigí también allá con el cura.

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