Su llanto era fuerte, intenso, se aferraba a la vida como si no tuviera la oportunidad de disfrutarla. La madre dio su último aliento para que aquella niña naciera sin complicaciones; la hemorragia era intensa y las sábanas se tiñeron de rojo, no había nada que hacer.
El padre ingresó a la habitación, desesperado al escuchar que su mujer no estaba nada de bien. Se acercó al catre y se puso de rodillas frente al cuerpo de su amada, las lágrimas recorrieron sus mejillas mientras la matrona intentaba calmarlo.
-Ha nacido una niña sana y hermosa. -dijo con un tono esperanzador.
Pero nada podía consolarlo, aquella mujer era el amor de su vida, la razón por la que respiraba, por la que vivía.
El hombre se puso de pie y recibió a su hija para sostenerla entre sus brazos. Era tan hermosa como su madre: piel tersa y blanca, cabello cobrizo y pómulos rosados. Besó su frente con todo el amor que un padre puede entregarle a su hija, como una despedida sin palabras. Sin pensarlo, corrió con la niña hacia el bosque donde habitaba el ser más oscuro y tenebroso que había pisado el pueblo, todos los hombres del pueblo le temían y las mujeres caían rendidas a sus pies como si una especie de brujería las hipnotizara.
Aquel demonio era sólo un peón del mismísimo Satanás, vivía de las almas de mujeres vírgenes y se alimentaba del miedo que escapaba de sus ojos al sentir como se aproximaba su muerte. Su hogar era una casa común y corriente, pero que emanaba oscuridad y soledad; se encontraba oculta entre los árboles de un inmenso bosque, esos por los que ahora este padre desesperado corría con su niña en brazos.
-Satanás. -gritó. -Rey de las tinieblas, de la oscuridad. Ruego que me devuelvas a mi esposa, a mi amada. Sin ella no puedo respirar, no puedo seguir, no puedo vivir.
El hombre cayó de rodillas y dejó a la niña sobre el pasto húmedo. De manera instantánea, comenzó a llorar, como si supiera que su muerte estaba próxima.
-Sólo puedo ofrecerte el alma pura de mi hija. -dijo con lágrimas en sus ojos.
Él escuchó sus plegarias. Un alma blanca, sin errores, sin pecados, era perfecta para burlarse de Dios, el hombre que le había negado su lugar en el reino de los cielos. Pero, Satanás no podía ver a la niña, ni tomarla entre sus brazos, era demasiado pura para ser llevada al infierno por sus propias manos.
El demonio que habitaba el bosque escuchó las ordenes de su rey. Se acercó a aquel hombre desesperado y tomó a la bebé entre sus brazos.
-Ve a tu casa. Ahí encontraras a tu mujer viva, quien te espera con la cena lista. -dijo mientras sonreía.
El padre lo miró por algunos segundos y, sin dudarlo, corrió hacia su hogar.
Pobre niña, había sido cambiada por eso que los humanos llamaban amor. El demonio rio ante la estupidez que presenciaba, miró a la recién nacida con lastima y le sonrió de manera natural. Su llanto cesó y sus ojos se quedaron observando aquella mirada penetrante, parecía no tener miedo y sentirse consolada por aquel hombre lleno de maldad.
Él sólo tenía una misión: llevar a la niña al inframundo. Él era el vehículo que podía trasladar esa alma pura al infierno. Pero, por alguna razón, no pudo. Fue como si algo ardiera en su pecho, como si tuviera un corazón, como si pudiera sentir.
Respiró hondo y pensó: ''Satanás jamás la buscará donde mismo creyó dejarla. De seguro supondrá que la oculté en otro lugar, en otro pueblo, en otro país''. Rápidamente buscó el hogar perfecto para la niña, había una mujer en el pueblo que cada noche lloraba por su vientre infértil, ella seria la madre perfecta para aquella criatura. La dejó en su puerta y tocó antes de marcharse.
Satanás no podría percibir a la niña hasta que cometiera el pecado de la lujuria y su alma dejara de ser pura. Hasta ese momento, ella permanecería oculta en aquel pueblo y, cuando llegara el momento, él debía volver para cuidar de ella.
La niña estaba a salvo, pero él debía pagar por su traición y del diablo no podía escapar. Al llegar al infierno con las manos vacías, Satanás ardió en sus propias llamas. Él había dado el alma de aquella mujer sin recibir nada a cambio. Su ira se desató, quemó las alas del demonio como castigo y lo condenó a deambular entre los mortales por toda la eternidad.
El rey de las tinieblas jamás perdía...
La madre aún recordaba aquella niña que dio a luz y al enterarse lo que su marido había hecho, se quitó la vida con las sábanas blancas que ella misma había bordado para su noche de bodas. Por otro lado, el padre, sumido en la soledad, tristeza y desesperación, tomó el arma de caza que usaba para alimentar a su familia y se dio un tiro en la cabeza. Ambos murieron con la esperanza de encontrar a su hija en las profundidades del infierno.
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Tuya
Short StoryÉl no quiere tu cuerpo, no quiere tu alma. Él quiere algo más... Historia corta. Paranormal