Act. 2: Identidad, Alucinaciones, Él.

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Dejó pasar los días, como también comenzó a ignorar las manecillas del reloj en todo el día. Usó placebos para sentirse menos culpable, se distrajo varias noches con las mismas cosas, con mas tragos de los que quisiera contar. La distancia no había borrado sus sueños enmarañados, el alcohol no había adormecido sus bajos deseos e incluso ejercer su hermosa profesión no parecía llenarlo como aquellas visitas al hospital. Tal vez eral el síndrome de estocolmo, pero pareciera que desde que su objeto de odio y responsabilidad no hacía sus tretas no había forma de llenar los recovecos vacíos de su aburrida y solitaria vida diaria. 

Miró el techo de su habitación, tan blanco como todos los malditos días. Pesaroso apoyó un pie sobre la fría madera de su nuevo apartamento (había decidido borrar todo objeto antes de Johan) sintiendo el agradable escalofrío del efecto sorpresa. El día lo estaba apurando, por culpa de seguir fijado en ignorar a los relojes, llegaba tarde a su trabajo en el hospital, algo que se suponía era importante. Se reprendió a si mismo por encontrarse sintiendo que todo daba igual, incluso ser impuntual a su labor "apasionante". Apuró los pasos adoptando su personalidad por primera vez como si fuese un personaje autómata. En menos de lo que planeó, ya estaba con la bata y charlando amenamente con algún que otro paciente, de hecho había uno nuevo, un niño de siete años de sonrisa angelical y cabellos castaños como el chocolate. Era un buen niño, seguía al pie de la letra lo que los médicos decían y sonreía a pesar de todo. Dura la vida, que a pesar de ser la inocencia en flor, llevaba un tumor más pesado que la mismísima muerte encima. Pero el super doctor se había encargado, era ese doctor que salía entre las sombras con su porcentaje de éxito a tope y salvaba la situación cuando nadie veía a Kenzo, solo a un "Doctor Tenma que había salido en periódicos y televisión pública. 

"Algo así como el Magnífico Steiner", pensó con una punzada en el pecho que fue tan certera que el aliento le escaseaba. Aún se debían un picnic, en algún lugar del cielo, tan solo en sueños, tal vez descubriendo su verdadero nombre y llamándolo por él al son del mejor queso que se pudiera comer en el mundo. El día estaría hermoso, el césped se mecería al son de una brisa maravillosa de primavera, con los arboles florecidos y más radiantes que nunca. Si, un día perfecto para contemplar la sonrisa de Grimmer, una genuina, una que no necesitaba estudios porque se sentía desde el pecho y ya.

Pero pronto regresó a la realidad: El niño tenía que someterse a una segunda operación. Era una operación delicada y algo peligrosa para un ser tan fragil y pequeño de siete años, ya en sí es una proesa recurrir a dos cirugías craneales y no caer en el intento. Tal como con Johan, su mas grande acto de bondad y justicia, así como su mas monstruoso error. Aún recuerda las inseguridades en reflejadas en el bisturí aquel día después de dejar el helicóptero, cada vez que evoca esa fecha vuelve a vivir en primera persona el concepto de inseguridad en neto, como el fantasma que abraza gelidamente a un corazón palpitando furioso, lleno y sediento de vitalidad. La punción en su cabeza ponto se convertiría en una migraña de altísimo nivel, al fin de cuentas todo tema en el que desvariaba desembocaba en Johan.

Johan, el maldito nombre de un cuento que jamás debería de haber existido. Albergaba a un monstruo, todo lo que lo rodeaba era caos, y aún así seguía siendo un nombre tan bonito...

Y en los consecuentes días no pudo soportarlo más: Debía verlo. Tal vez como un padre que quiere ver la evolución de su hijo, o un enemigo benevolente que que quería cerrar un ciclo, tal vez la responsabilidad que le brindaba su fuerte moral, ese hábito de médico que provoca el querer seguir el estado de un paciente. El había brindado la vida a un ser superior, de poder incontrolable, el debía hacerse cargo con cuidado de la evolución de aquello que permitió seguir existiendo en este contradictorio mundo.

Dentro, dentro de aquel rubio de pestañas largas como los de una muñeca, yacía un monstruo, un monstruo con lagrimas de ángel. Y el doctor había quedado impregnado de ellas, las degustó con la punta de su lengua y percibió el sabor semiamargo de una belleza simplemente dolorosa. Desde aquel coma, había descubierto lo aterrador que puede ser sentirse atraído hacia una bestia de fauces tan grandes como el averno. El rubio siempre lo trató especialmente, y tal vez eso le había hecho una empatía malsana, la perdición de la psique.

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