2. Ansiedad

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Atrapada en la espesa neblina del bosque, agitada y sofocada, intentaba en vano salvar mi vida. Sabía que no lo iba a lograr, no se podía luchar contra las criaturas del mal y tampoco contra los límites de mi propio cuerpo: los pulmones me ardían, mi corazón a punto de estallar luchaba en mi pecho, y mis piernas por más esfuerzos que hacía, iban más despacio.
La adversidad de la oscuridad del bosque me desesperaba, las ramas desnutridas y ásperas de los árboles raspaban mi piel con sus manos esqueléticas tratando de retenerme, como si hubiesen hecho un pacto con el mismo diablo para provocar mi pérdida; sin embargo, tenía que escapar, tenía que salvar mi alma.
De pronto, mi pie chocó con la raíz de un árbol y caigo sin fuerzas, rindiéndome ante la fatalidad de la vida que se me acababa. Agotada, cerré los ojos esperando que la criatura del mal ejecutara su amenaza, pero lo único que logré distinguir dentro de las tinieblas del bosque era ese sonido continuo y estridente aproximándose, tragándose la espesa neblina y el bosque entero.

Cuando abrí mis ojos, estaba de vuelta en mi cuarto, en mi cama. Abrumada, elevé mi brazo casi insostenible y aplasté el interruptor del despertador empujándolo sin querer al piso. Minutos después logré sentarme, estaba desorientada y somnolienta, mis manos sudadas frotaron mis ojos y temblando recogí mi cabello empapado por el sudor. Despacio bajé de la cama y caminé tambaleándome hacia el baño pero mis pies terminaron por ceder obligándome a permanecer cerca de la pared amarilla fría y estable. Sin razón alguna mi cuerpo me suplicaba quedarse en la cama. Por supuesto las ganas de quedarme no me faltaban, pero tenía que ir a la universidad. Mi mirada se detuvo en el despertador caído en el piso, eran las nueve y media. ¡Las nueve y media! Apurada, titubeante, me dirigí al baño. 
El agua caliente recorría mi gélido cuerpo y con un alivio evidente sentía poco a poco el calor invadirme calmando mis temblores. Sin perder tiempo, tomé el champú de avena con almendras vertiéndolo en la palma de mi mano friccioné mi cabellera, luego tomé el jabón rosado en mis manos frotándolas para enjabonar mi cuerpo. Apenas había colocado mi mano sobre mi piel que noté un corte sobre mi brazo derecho, extrañada limpié la pequeña herida con cuidado, pero al inspeccionar el resto de mi cuerpo observe que tenía cortaduras en mi brazo izquierdo, y en los antebrazos, y en mis piernas, y en mis rodillas: ¡tenía la piel raspada y cortada por todos lados! Conmocionada, sin entender, e histérica limpié cada lesión quitando la sangre seca mezclada con lodo mientras el agua mugrienta pasaba por la bañera blanca manchándola. Furiosa, froté con mi mano la bañera hasta quitar todo rastro.  ¿Qué había pasado? ¿A dónde había ido anoche? No me acordaba haber salido. Es más, me había quedado dormida mirando una película; hasta que poco a poco el borroso recuerdo de la pesadilla, de mi pesadilla, volvió a mi mente: había sido terrible, corría, escapaba en un bosque cazada por alguien. El temor se expandió al reconocer el dolor en mis entrañas y las lágrimas corrieron sobre mis mejillas, me dolía tanto, pero no me acordaba de nada más. Minutos después, todo rastro del sueño se había escondido en algún rincón oscuro de mi mente, en el refugio de mí olvido. 
Sola.
Desnuda. 
Cortada.
Prisionera de mi propia mente, la soledad aprovechó para atormentarme, recordándome el dolor de la pérdida de un ser amado. Nunca había sufrido un sueño tan poderoso al punto de sentirme destrozada aún despierta, sacudí la cabeza negándome a caer en el vacío de la desesperación; forcé mi mente a desviar el enfoque de mis pensamientos.

—¿Qué tienes que hacer hoy? —me alentó mi voz.

—Cierto, examen de Procedimientos Técnicos, y una reunión unas horas antes con Lucio para repasar la materia—respondí susurrando.
Sin pensar, me apresuré, salí de la ducha, me sequé sin mirarme al espejo y me vestí con unos vaqueros negros apretados, una camisa amarilla de satín con mangas largas, y unas zapatillas con encaje blanco. Esta vez me miré al espejo y aprecié el conjunto sin sorprenderme ver una raspadura justo debajo de mi ojo derecho hasta mi oreja. Soltando una maldición, tomé mi maquillaje para ocultarlo. No había pasado nada. No pasaba nada. Todo había estado bien. Todo estaba bien. Me lo repetí una y otra vez hasta lograr convencerme a mí misma. Una pesadilla, había sido una pesadilla y el resto el fruto de mi imaginación. Al terminar me observé en el espejo, no quedaba ningún indicio, la ropa y el maquillaje lo cubrían todo. Era un día como cualquiera, estaba lista para irme a la universidad bajo el resplandor del sol dándome la bienvenida.

Los Sin-AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora