Mis ojos castaños observan la superficie del agua de la laguna, sobre la que se reflejan los rayos de sol del mediodía... O al menos aquellos que consiguen atravesar la espesura de los árboles africanos.
Una leve brisa de viento cálido mece mi pelo, liso y negro.
Mi piel se camufla entre sombras, levemente tostada por el trabajo bajo el sol.
Elevo mi brazo derecho sosteniendo en él una lanza, concienzudamente afilada.
El agua cubre mis piernas, mis caderas y moja mi cintura.
Una silueta alargada, de unos dos metros de largo, serpentea a escasos decímetros de mí. Puedo notar un leve roce en el pie.
Tras trenta y siete minutos de quietitud, es el momento. Si no actúo con rapidez, podría morir devorada.
Clavo la lanza con todas las fuerzas que puedo reunir, y la punta se abre paso entre la carne, desgarrando músculos, cortando venas, abriendo órganos.
La sangre tiñe el agua de rojo.
Agarro la red que cargo al hombro, la despliego y la criatura comienza a chapotear en el agua, tratando de morderme.
Huyo hacia la orilla, el trabajo está hecho, solo hay que esperar a que el cocodrilo, con sus desesperados movimientos, se enrede a sí mismo en la red. La lanza permanece clavada en su cuerpo.
Dejo que pasen cinco minutos, hasta que el animal cesa de moverse.
Agarro un palo de dos metros y medio con un gancho en un extremo, con él, engancho la red y atraigo al reptil hasta la orilla.
Da un coletazo y reanuda su lucha inútil.
Al final, muere.
Tenemos cena y mercancía, por la que pagarán un buen precio.
Cargo el cuerpo, ahora inerte en el jeep. Suficiente por los próximos dos meses. Y quizás medio del siguiente.
Arranco el coche y comienzo la vuelta a casa.
Casa. Tengo un concepto bastante borroso por "casa".
Veréis, yo soy Australiana. Me crié ahí hasta los quince años, mis padres tenían una empresa, que quebró, y debido a su amor por África, decidieron venir aquí a vivir, dedicándose a la exportación de piel de cocodrilo.
Nos dieron un permiso para cazarlos, con un límite de un cocodrilo cada dos meses.
Somos los únicos en toda la aldea que tienen el permiso.
Sí, vivo en una aldea, concretamente a las afueras de esta, en una casa bastante grande.
Llevo en África tres años, y se puede decir que es mi hogar.
Ah, una casita en mitad de la sabana, en la que puedes encontrar serpientes, tarántulas, que algún león se te cuele en casa o un búfalo te destroce el salón. Hogar dulce hogar.
También puede decirse que vivimos de los cocodrilos. Aprovechamos su carne para comer, con los dientes fabricamos pendientes, collares, pulseras, etc. que vendemos junto a la piel.
Los huesos también son aprovechables para hacer más armas, puede sonar primitivo, pero esas armas cortan sorprendentemente bien, y no gastamos dinero en comprarlas, pudiendo fabricarlas nosotros.
Llego a casa con mi resplandeciente captura.
-¡Papá! ¡Mamá! ¡Ya estoy aquí!
Mi madre aparece atravesando la puerta en un saltito ágil.
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Bajo la piel del cocodrilo
FantasyMe llamo Christine, tengo dieciocho años y soy australiana, pero vivo en África con mis padres, en una casa apartada de una aldea. Nos dedicamos a la exportación de piel de cocodrilo. Pero un día, conozco a un chico. Un chico salido del lago. Un chi...