1. Peter Pan

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El sol pálido de octubre se derrama sobre los ventanales igual que cobre líquido, adormece, y me hace pensar en el calor, en los días de felicidad. Pienso en la música. En mi padre. Pienso en cuando era una niña y él me cantaba. Canciones infantiles que ya no puedo cantar con la misma gracia de una infante.

Mis pulmones se llenan de humo y del olor del tabaco, me pica la garganta y me arden las fosas nasales, empiezo a toser apartando las volutas de humo a manotazos y alejándome del cómodo sofá en el que estaba leyendo a causa de los fumadores que se han instalado a mi lado. Siempre he odiado el olor del cigarro, las personas que fuman a mi alrededor me hacen sentir hostigada y atrapada.

—Tara—escucho mi nombre en boca de una mujer y me doy la vuelta buscando a su fuente—. Tara, aquí.
Una chica de piel aceitunada y ojos marrones agita una de sus manos en mi dirección mientras empieza a caminar hacia mí, lleva un suéter ligero de un gris oscuro y una pequeña cámara colgada del cuello, en su rostro está una sonrisa brillante aunque imperfecta, los dientes de abajo torcidos y los colmillos superiores rotados.

—Lysa—le digo una vez que está a mi altura, veo las ojeras bajo sus ojos cansados.
—¿Hacías algo?
—Nada importante, iba a casa—le respondo y ella va atenuando su sonrisa hasta que solo deja las comisuras ligeramente curveadas.
—Ven, yo te llevo.—No espera ninguna respuesta, me toma de la muñeca y me lleva fuera del modesto lugar, el cual, poco a poco se convirtió en mi favorito hasta ahora, un restaurante fusionado con una librería, los dueños me conocen desde que se instalaron aquí prácticamente. Se han vuelto amigos muy queridos para mí.

Dejo que Lysa me guíe hasta su auto, tan elegante como una pantera cuyo interior huele a cuero y papel, ella se sube y arranca de forma experta; el tránsito es insoportable, lo típico para una ciudad ajetreada.

—Y... ¿Cómo va todo?—pregunto para matar el silencio tan incómodo que se ha instalado en el automóvil, Lysa suspira cansada y aferra con más fuerza el volante hasta que en sus nudillos se forman medias lunas blancas.

—En picada—me responde relajando los hombros, uno de los autos del carril de a lado intenta metérsele y ella presiona el claxon con fuerza—. ¡Imbecil!
Su acción tan repentina hace que me sobresalte y luego ella vuelve a suspirar, un acto de total rendición.

—Lo siento—murmura—. No estoy en mi momento de gloria ahora mismo. Es un alivio que tú y mi hermana estén lejos ¿eh?

Asiento una sola vez y dejo que se encierre en sus pensamientos tan ajetreados, de adulta y en cambio yo aún puedo disfrutar de algunos lujos de la mente infantil. Mis padres siempre me supusieron una especie de Peter Pan, aferrada a mi infancia, no queriendo crecer nunca, claro que para ellos Peter Pan era algo mucho más profundo que un simple niño que no quería crecer, todo siempre era mucho más profundo para ellos, era alguien que veía la maldad en el mundo y que impávidamente y sin dudas, culpaba a los adultos por ella, después de todo, eran los adultos los que gobernaban, los que lideraban, los que decidían qué hacer y cuando. Él no quería formar parte de eso.

Mi comparación con el niño de fantasía era algo tan íntimo que se volvió en tradición, buscar algo de un personaje de cuento de hadas en las personas cercanas a mí. Lenizah, mi mejor amiga y la hermana de Lysa, es Pepito Grillo, siempre siendo la voz de la razón en mi cerebro que me ayuda a no estar ya interna en un psiquiátrico.

—He escuchado que han aumentado los homicidios—le digo cuando el auto por fin empieza a moverse—. ¿Cuál fue el último?
—Homicidio por honor—me responde con el rostro serio, sospecho que soy la única persona con la que puede sincerarse—. Al menos tres personas involucradas.

Lullaby: Tormentum mortis Donde viven las historias. Descúbrelo ahora