Manos y lengua

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Aun sentía mi estómago arder, tal y como la picadura mordaz de una avispa. Inmóvil, mirando mis manos, esperaba a que el dolor viniese a mí. Escocía, pero de una forma tan deliciosa que estaba dispuesto a sentir esas manos rodearme de nuevo tan solo para disfrutar masoquistamente ese ardor peculiar.

Sabía de memoria cómo habíamos llegado hasta allí. Una situación inquietante y aparentemente humillante, y en donde yo era el que estaba expuesto ante un hombre que se divertía marcando a la gente en los lugares menos usuales.

Una llamada a las diez, otra que sí había contestado a las once, y a la media noche estaba metido en un cuarto que ni siquiera era suyo por completo. El silencio reinaba cuando regresé a casa. Me había deshecho del abrigo y me había sentado un momento en el sofá a esperar a que apareciera con la expresión más amenazante que alguien pudiese provocar en él.

Estaba preparado para la mirada que recibí. Puedo jurar que nací para cargar con toda esa rudeza y con la gravedad de sus ojos. A veces, bajo circunstancias que yo mismo provocaba, él podía tornarse siniestro y de su boca tan sólo emergerían maldiciones e incitaciones que muy poco tenían de diplomáticas.

–Ahora vas a decir que nos encontramos en el sofá y voy a quedar como un idiota en frente de todos. –

Me habló, cruzado de brazos y tan déspota como lo había imaginado. Le sonreí con mi cabeza aún inclinada sobre el respaldo del mueble, sin la intención de refutar. Me limité a repasarle, contemplando su playera y la forma exquisita en la que se resbalaba por uno de sus pálidos hombros.

Le seguí porque no quería que luego se comportara malditamente frío, o con un descarado tono de superioridad. No al menos frente a los demás.

Sentir sus manos entrelazadas con las mías era un placer que casi nunca tenía la oportunidad de saborear. Me arrastró por el pasillo hasta su habitación y cerró con sigilo. Luego se giró y allí, en medio del cuarto, se dio la vuelta y me encaró. Insolente, totalmente desvergonzado, se hizo cargo de mi cinturón e inmediatamente desabrochó mis pantalones, volviéndome un completo desastre. Sin mediar palabra, levantó mi camisa y me hizo sostenerla a la altura de mi pecho para quedarse mirando mi torso inexpresivamente.

Comenzó con breves roses a mi cintura, subiendo lentamente hasta mi espalda y finalmente inclinándose para sostener entre sus dientes la piel de una de mis tetillas. No estuve sorprendido, en realidad, lo tomé por el cabello y le incité a que bajara un poco más. Acató, pero al instante había retrocedido y yo quedé parado en medio del cuarto, agitado, enteramente excitado y algo confundido.

–No te cubras. –Había dicho desde la litera. Suspiré y le miré, a punto de reacomodarme la ropa.

Su mirada siempre fue abismal, un universo oscuro en el que me sentía infinitamente indefenso. Me observaba detenidamente a pesar de la distancia, recorriéndome, calificando mi torso al desnudo.

Intenté no sentirme aludido. Mantuve la playera en mis manos y jugueteé con ella para disipar un poco la tensión. Estuve de pie, allí, como un maniquí que es estudiado por su dueño, tentado a meter la mano en mis pantalones y aguardar por su gruñido de aprobación. Ya había experimentado aquello antes, pero no llegué a sentirme tan agitado. Se sentía tan bien, pero era desagradable no saber qué demonios hacer.

Me señaló con su dedo e indicó que me aproximara. Sonreí incrédulo, pero sin refutar fui acercándome a él, arrastrando mis pies, como si estuviese siendo obligado cuando no era así.

No le bastó con el par de pasos que nos separaba, pasó sus manos por mis costados y me acercó ágilmente. Trastabillé y por poco caigo encima de él, y aunque sus hombros me sirvieron de apoyo nada valió ante su aliento rosando mi vientre.

Cuando es verano (Neo-Vixx)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora