Noches de trabajo.

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Unas pocas gotas de lluvia resbalan por el vidrio del balcón. Se acerca una tormenta.
Lo que empezó siendo una reunión de negocios informal en la casa de un viejo amigo, terminó con unas cuantas anécdotas de todos los tipos, casi tantas como las copas de vino que sirvió la anfitriona.

Empezó a llover más fuerte a eso de las tres y media de la madrugada, y como ví que la visita seguía para rato, busqué un lugar cómodo para mirar por el balcón y esperé con paciencia.
Ojalá me dejaran tomar alcohol.

Cuatro de la mañana.
La lluvia amenazaba con romper nuestros vidrios junto al viento, los relámpagos eran luces potentes que iluminaban el cielo por un segundo, haciendo parecer de día, y los truenos no paraban de hacer escándalo. Un diluvio. (En momentos como este una andaría necesitando a Noé y a su famosa arca).

Ojalá me pagaran por observar el cielo por horas y horas, sería extraordinariamente rica y feliz. Además ayudaría a la mala economía de mi familia. Bueno, en el siglo XXI hay un trabajo para todo el mundo.
Inclusive para una empresa que en vez de hablar de negocios, toma alcohol y ríe hasta la madrugada, acumulando obligaciones.

Quisiera ser tan despreocupada como mis padres, casi no se dan cuenta de que se les está por caer el hogar a pedazos en frente de sus narices, junto con su hija.

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