Hay Imelda de mi vida

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Resumen: Héctor no sabe como acercarse a Imelda, Ernesto le da un consejo para que le haga caso, aunque él sigue profundamente enamorado de su mejor amigo.

Héctor había conocido a una nueva mujer, pero a diferencia de la ocasión anterior, esta sí era bastante atractiva. Imelda Rivera, la hija del… Quién sabe, apenas si sabía algo más allá de su nombre y de cuanto ansiaba poder hablarle. 

La muchacha era bien conocida por su actitud bastante ruda, la graciosa apariencia altanera que tenía cuando era niña no se le había quitado con el pasar de los años. Ahora, ya siendo toda una señorita, tenía expectativas muy altas de la vida. No era como las demás, incluso llegaba a ser bastante malhablada, algunos decían que había nacido con alma de hombre y que alguien como ella no podía amar. Rechazaba a todos, pero era simplemente porque no estaba interesada en estarle sirviendo a cualquier alcohólico de la esquina. Alegaba no necesitar un hombre que la salvara, ella era su propio hombre. Y si elegía a alguien sería realmente por gusto, no para andar esperando a ver que le daba para vivir.

Desde que Héctor la vio pasar por la plaza en aquella bonita tarde fresca de domingo, con un chal que le cubría los hombros y un vestido morado, se le clavó en el corazón.

Tenía buen porte, fina figura de pero cara redondeada, gesto sereno, unas pestañas que podía jurar alcanzaban las nubes, unos ojazos algo almendrados color café caoba, con el cabello recogido en un chongo adornado con un listón morado y pendientes de aros dorados. Llevaba en su mano una cesta de palma con quien sabe que adentro, quizá flores, quizá pan, quizá ropa. Sabrá Dios, lo único que le interesaba era que no se le perdiera de vista.

Ernesto, como siempre, lo hizo volver a la tierra con un codazo. Se estaba distrayendo mucho de… de… ya no se acordaba de que estaban haciendo, así que Héctor, emocionado y tembloroso, se disculpó con su amigo.

Pero además de verla a la distancia, saludarla cuando se la encontraba ‘casualmente’ en el mercado y sacarle la vuelta cuando iba acompañada con sus hermanitos poco había hecho para hablarle. Le picaba el mosquito de la incertidumbre ya que la veía tan imposible, ella estando tan alto y él allá, en el fondo del abismo más profundo de la tierra. Era como un ángel que lo llamaba cada vez que le dirigía la mirada…

—Pero si ni te le acercas nunca te va a hacer caso. Vamos, no tienes por qué quebrarte tanto la cabeza. Tan solo háblale natural, se tú. — Mencionó Ernesto tranquilo.

Se encontraban cortando membrillos de un árbol a las afueras del pueblo. Héctor lo acompañaba, pero él se estaba tomando un descanso, por lo que se encontraba recargado en una cerca de madera para seguir platicando con el otro.

—Es muy fácil para ti decirlo, compadre. Es que si la vieras… Está tan bonita.—Respondió el más alto manteniendo la mirada en las propias manos, contemplando y jugueteando ansioso con un membrillo.

—La conozco, y déjame decirte que estás tirando muuuy arriba.

—¿Tú crees? Ay Ernesto, igual y ni vale la pena esforzarse. —

Ernesto dejó lo que estaba haciendo y se acercó a donde estaba su amigo, recargándose en la cerca también —Si te gusta, inténtalo al menos. Pero… -Hizo una pausa mientras hacía con sus dedos un caminito hacia los brazos de su acompañante. —Si te quedas esperando… Bueno, me dejas el campo libre entonces. — Sonrió burlón, tamborileando los dedos sobre su brazo por un momento antes de retirarlos.

—¿El qué? No Ernesto, ¡Ni te atrevas a acercarte a ella! —Frunció el entrecejo, mostrando que hablaba enserio, pero el otro seguía con sus comentarios raros. No era precisamente lo que el mayor insinuaba, pero para el caso igual servía.

One Shots De CocoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora