IV.- Fantasmas

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Mayo de 1880

Se había acostumbrado rápido a esa vida. ¿Cómo no hacerlo?

Cada mañana al despertar lo hacía en un lecho mullido y abrigado, sin tener que compartir habitación con nadie. Podía elegir qué ropa ponerse y darse baños de espuma si le daba la gana. Cuando bajaba a desayunar, escogía lo que más le apetecía entre decenas de manjares diferentes, y si se le antojaba algo distinto, los criados lo preparaban. Y luego estaba la biblioteca, claro. La primera vez que la vio no había podido evitar emocionarse. En los enormes estantes encontró toda clase de volúmenes: novelas, tratados, compendios y ensayos de variados temas, amontonados unos contra otros en un orden caótico que no dejaba de tener su encanto.

-Puedes consultarlos siempre que quieras. Mi esposa era una gran amante de los libros -le había dicho el señor Joestar melancólicamente-. Ambos compartíamos una gran curiosidad.

-A mi madre también le gustaban -había respondido él de manera estudiada para congraciarse con el viejo-. Creo que he heredado eso de ella.

George le había puesto la mano en el hombro con afecto.

-Se nota que se esforzó mucho para darte una educación, Dio. Te prometo que no será en vano.

-Gracias, señor Joestar. Es usted muy bondadoso.

El viejo no mentía. La instrucción que impartía personalmente tanto a él como al patán de Jojo era tan esmerada como la que había recibido de su madre, aunque al señor Joestar le faltaban su refinamiento, su agudeza mental y sus dotes pedagógicas. Pero Dio no podía quejarse, y al terminar cada lección, si no encontraba saciada su sed de conocimientos, acudía a buscar respuestas en las superpobladas baldas de la biblioteca.

Además, en la mansión Joestar descubrió nuevas habilidades y aficiones. Aprendió a montar a caballo y a disparar, dio clases de esgrima y tuvo ocasión de practicar sus destrezas musicales gracias al pianoforte que su padrastro tenía en una de las salas de descanso, acumulando polvo desde la muerte de su esposa.

Pero si el joven se aplicaba con tanto tesón en esos menesteres, no era solo por una cuestión de gusto o interés académico. Todos y cada uno de los movimientos de Dio en aquella nueva vida estaban destinados a satisfacer sus caprichos inmediatos, así como su ambición futura. Encandilar a su padrastro y desplazar a Jojo era una tarea lenta que requería constancia y que además le divertía mucho. Y si por el camino podía disfrutar de una vida de lujos tanto para los sentidos como para el intelecto, no los iba a despreciar.

Así, en cuestión de apenas un mes se adaptó al entorno como correspondía a una especie dominante.

Sin embargo, algunas cosas no tan gratas le habían perseguido desde Londres. Los recuerdos y, sobre todo, las pesadillas. Estas persistían desde que su padre había muerto, y aunque a veces conseguía dormir toda una noche seguida, muy a menudo despertaba aterrorizado, acosado por sueños salvajes y violentos. Algunas de esas veces, temiendo la visita del alma en pena de Dario, cerraba la puerta con llave y colocaba una silla contra el picaporte. Poco a poco, aquel gesto se convirtió en una costumbre diaria. Otras veces le embargaba una profunda sensación de irrealidad, y le aterraba quedarse dormido por si todo aquello no era más que un sueño. Temía despertar y encontrarse de nuevo en Dunward Street, rodeado de botellas vacías, frío y suciedad.

En cuanto a la convivencia con los Joestar, las cosas estaban saliendo tal y como tenía planeado. George era un hombre que admiraba la inteligencia y la clase. Pese a ser un ingenuo, sabía reconocer en él las virtudes que Dario siempre había negado y eso le agradaba. Pronto logró ganarse al viejo con sus modales exquisitos, su rendimiento intelectual y su madurez.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora