II.- Estaciones

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Londres, invierno de 1879


La enterraron una mañana de febrero. El cielo, la luz, la ciudad, todo era gris. Un sacerdote dijo unas palabras y rezó una oración por su alma. Después se marchó, apoyándose en un bastón torcido. Antes de irse le puso la mano en el hombro al muchacho. Ese gesto le hizo sentir que, de algún modo, aún pertenecía a este mundo.

Regresó a su casa solo y anestesiado.

La había visto morir. Sostuvo su mano mientras ella se ahogaba entre estertores, intentando mantener la dignidad a pesar de todo. Livia aguantó la compostura como pudo. Le dijo a su hijo que no tuviera miedo.

—No tengo miedo —había respondido él.

Mamá le repitió que todo iría bien, e incluso forzó una sonrisa. Luego el dolor la venció y todo se vino abajo. Sus lágrimas se desbordaron y su rostro se crispó de terror y de dolor. Boqueó, su piel se puso de un gris ceniciento y después, durante minutos enteros, estuvo agonizando, luchando por tomar aire hasta morir.

Dio no hizo nada salvo sujetar su mano, acariciar su pelo y observar todo el proceso.

Nunca supo qué había ocurrido en aquellos instantes. Estaba perdiendo a la única persona que le importaba en el mundo, y a pesar de todo, no era capaz de reaccionar. No es que estuviera conmocionado, no era eso. Había sentido una terrible angustia mientras ella luchaba en sus últimas horas, por supuesto. Sin embargo, cuando llegó el momento final, la muerte de su madre le había resultado fascinante.

«¿Por qué me quedé mirando? —se preguntaba, mientras atravesaba las calles sin color de regreso a su hogar—. Debería haber puesto una almohada sobre su rostro y haberle ahorrado la agonía. Era mamá. La quería. La quería con toda mi alma, ¿no? ¿Qué me pasa?».

La quería, sí. Y aun así, dejó que sufriera mientras una parte de sí mismo se abandonaba al dolor casi con placer. Se rindió al sufrimiento que aquella pérdida le proporcionaba, y sintió alivio.

Negó con la cabeza. Ni siquiera él podía comprender aquella contradicción.

Al llegar a casa, la habitación estaba fría. Ya no había estufa, alfombra ni sillón. También faltaban algunos libros. Gran parte los habían tenido que quemar durante el invierno, y el resto los había vendido esa misma mañana junto con los muebles para pagar el ataúd.

«¿Y todo para qué? —pensó contemplando los volúmenes—.Te has ido... Todos tus sueños, toda tu determinación, ya no están. Nunca debiste quedarte aquí. Debiste huir cuando aún podías».

La puerta se abrió y Dario apareció bajo el dintel, borracho y asustado.

—¿Se ha muerto?

Dio se giró lentamente para mirarle. Cada uno de sus rasgos le daba ganas de vomitar. Era feo, bajito, viejo, inculto, ruin, patético, sin dignidad. Apretó los puños, sintiendo que la sangre corría más rápida por sus venas, alimentada por el odio.

—Es culpa tuya.

Dario pareció sorprenderse al principio. Después, entornando los párpados, cerró la puerta de un golpe. Dio reconocía aquella ominosa mirada, la oscuridad invisible que de pronto se extendió en el ambiente. Sabía lo que iba a ocurrir, pero no tenía miedo. Esta vez se defendería.

«Lo haré —se dijo, con el pulso latiendo atropelladamente en sus sienes y en su cuello. Todas las emociones que habían permanecido anestesiadas despertaron y se sublimaron en una rabia que ardía como el infierno—. Me enfrentaré a él y le haré pagar por lo que le ha hecho. Por lo que nos ha hecho».

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora