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De pronto me inquieta llamar a la puerta, acercarme siquiera. ¿Qué hago aquí? La gente como yo a menudo se pregunta qué función tiene en el mundo, para qué seguir sirviendo de sustento a una sociedad que no te reconoce. Miradas acusadoras, cuchicheos, un continuo ir y venir de opiniones de gente rastrera. Después te das cuenta de que nada de eso importa, y llamas a la puerta, le dices a la vieja criada que vas a entrar, porque conoces al señor de la casa, y te atreves a mirar justamente a ese hombre a la cara.

–¿Quién es usted?

La anciana, delgada y de rostro muy serio, arrugadísima y con unas pronunciadas ojeras, me observa de arriba a abajo. Yo, sin embargo, prefiero contemplar al hombre de los libros.

–Déjalo pasar, Margo.

–Señor, podría causarnos problemas...

La criada, que ya no me mira a mí, sino al hombre, se ve sobresaltada por su expresión. Tanto, que rápidamente abandona la sala sin decir palabra.

–Un buen servicio.

No sé qué más decir. En realidad no importa demasiado lo que diga. Me fijo en quien se encuentra frente a mí, con una camisa blanca desabotonada, unos pantalones que le quedan como anillo al dedo –es muy alto y esbelto– y unos zapatos, que a diferencia de los míos, relucen.

–Perdónala, le preocupa demasiado lo que pueda suceder en la casa. ¿Subimos?

–Claro.

Cuando estamos ascendiendo las escaleras y le veo de espaldas siento como si nos separasen kilómetros de distancia, ya sea por la altura, por su manera altiva de caminar, o simplemente porque va delante. Tengo la sensación de que él siempre irá por delante de mí, pero las personas cambiamos, y las circunstancias también.

Al llegar a lo que es supuestamente su habitación –digo supuestamente porque parece un gran salón, lleno de estanterías, de muebles, una gran cama y mucha decoración ostentosa– compruebo sorprendido como una muchacha en ropa interior se viste frente a nosotros.

–Siento haber interrumpido–le digo a la joven cuando me encuentro más próximo a ella. Sonrío un poco, no pudiendo evitar la gracia que me provoca la situación.

–No es nada.

La joven, alterada y sin mirarme a los ojos, se despide, no sin antes echarle una mirada tan fugaz como desaprobadora al hombre que nos acompaña.

–Vuelve cuando quieras–dice él.

Me gusta su arrogancia, la forma en la que hace ver que le importa un comino todo, especialmente si la chica se pasa por aquí otra vez o no.

–Ya veremos.

La joven, irritada, no vuelve a mirar atrás.

–Es muy guapa–digo cuando se ha ido.

–Sí–el hombre vuelve a centrar su atención en mí, después en el libro, que sigue en mis manos. Al darme cuenta, lo dejo apoyado en una mesa–¿Te ha gustado?

–No es de los mejores que he leído–mentí–Aunque sí que destacaría el poema Oscuridad, refleja muy bien al pueblo que ardió en llamas, es casi conmovedor.

Una chispa parece encenderse en sus ojos: he conseguido su atención una vez más. Adoro que la gente se fije en mí, incluso cuando me insultan o me desprecian con palabras, están dejándome claro que soy importante, sino ¿por qué iban a tomarse la molestia de dirigirme la palabra? Sin embargo, ocasiones así son distintas, especiales, te conmueven más porque hay alguien teóricamente superior a ti que te dirige intrigado toda su atención, todo su tiempo.

–Es curioso que te hayas centrado en ese poema, es de los más profundos, a mi parecer, que tiene Byron.

–Byron...Es un modelo a seguir.

–¿Tú crees?

Estamos de pie, cerca. He conseguido que sonría.

—Toma asiento si gustas.

Nos sentamos en dos butacas, decoradas con estampados de flores de muchos tipos. Sólo pienso en lo cómoda que es la butaca, en lo limpia que está...

–¿Cuál es tu nombre?

Al decir esto, cruza una pierna por encima de la otra, muy lentamente. Me quedo casi hipnotizado mirándolo.

–Izuku Midoriya.

Decido decirle mi nombre real, sin andarme con rodeos. Sabrá que soy extranjero, además de pobre. Y no es que confíe en él, pero tampoco tengo mucho que perder ni demasiado que ocultar.

–Yo soy Shouto, Shouto Todoroki.

Para mi sorpresa, también es extranjero, aunque a los ricos con pinta de ingleses y acento perfecto no se lo tienen tanto en cuenta. Se inclina un poco y estira un brazo. Su mano se planta ante mí. Pasan unos breves instantes en los que no sé si estechársela o no: jamás me había visto envuelto en esta situación. Al final acabo haciéndolo. Él aprieta mi mano: está fría.

–¿Eran tuyos esos libros con los que te vi el otro día?

–¿Por qué quisiste conocerme?
No pude evitar sacar a relucir mis pensamientos.

–Simple curiosidad. ¿Contestarás ahora a mi pregunta?

–¿Curiosidad? ¿Quieres decir que un pobre que no es analfabeto es curioso? –No contesta.– Me los presta una amiga que trabaja en la biblioteca.

–Qué extraño. Creí que tenían un control bastante estricto en lo que a préstamos se refiere.

–Al principio tenía que insistirle mucho para llevarme un libro durante algunos días. Fue cuestión de tiempo: ahora es coser y cantar.

–Es eso lo que me llama la atención.

Sigue mirándome, es como si intentase congelarme con esos ojos suyos en el asiento.

–¿El qué?

–Como te expresas, sin tapujos. En mi entorno todo está cubierto por el velo de las apariencias, ¿entiendes? La gente no te dice lo que piensa abiertamente, solo quieren ganarse tu favor...

–Supongo que en mi situación nadie quiere ganarse mi favor. Puedo ser sincero en todo momento, la gente ni siquiera lo tomará en cuenta.

–¿Escribes?

–A veces—confieso.

–¿Me escribirías algo?

Vuelve a iluminársele la mirada. Esconde pasión, esconde sentimientos, por eso quiere saber más de mí, para poder abrirse a alguien realmente. Tal vez me equivoque, pero eso es lo que siento.

–¿Como qué?

–Cualquier cosa. Un texto corto, uno largo, ¿una descripción? Qué piensas sobre mí, por ejemplo.

Sus dedos dan suaves toques en la butaca. Espera mi respuesta, y yo espero todas sus reacciones.

–¿Por qué no salimos a alguna parte? Así podría conocerte mejor. No puedo escribir sobre ti sin conocerte.

Parece pensárselo mucho, demasiado. Qué haría alguien como él conmigo por la calle. No obstante acepta más rápido de lo que me esperaba. Coje una levita marrón, muy elegante, y se levanta.

–Vamos–me dice, de nuevo desde una posición superior a la mía. Me mira con una sonrisa.

¿Qué estoy haciendo?

Una temporada en el infierno - Izuku Midoriya y Shouto TodorokiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora