4. El primer vástago - El ayer

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El ambiente tan cálido lo asfixiaba, sentía que el oxígeno no llegaba a sus pulmones y el sol lo cegaba, eso aunado a la muchedumbre le impedían buscar una sombra en la cual reponerse. Era imposible. Entonces sintió un golpe en el hombro que lo sacó por un instante de su estupor y volteó molesto en busca del culpable, porque al fin de cuentas dolió; sin embargo, la persona ya estaba a tres metros de distancia alejándose sin siquiera murmurar una disculpa. Se sobó inconscientemente el hombro y continuó su camino por entre la gente. Era día de mercado, y las calles se encontraban a rebosar de personas, puestos, niños e incluso animales. Y, entre todos ellos, él porque aun cuando podía ir otro día a buscar los materiales que necesitaba, lo cierto era que resultaba más barato comprarlos en días tan atiborrados como ese, además que al venir gente de los pueblos cercanos conseguía mayor variedad en buena calidad.

—¿Cuál es el precio de estas? —preguntó después de inclinarse sobre la pequeña tienda de una anciana.

Eran tuercas cuadradas pequeñas, casi no se requerían en su trabajo, pero la reserva había mermado desde que los soldados decidían morir con un corazón en buen estado que oxidado y pútrido. ¡Incluso los hechiceros habían acudido a sus servicios!

—Dos monedas de cobre —contestó con voz ronca la mujer.

—Aquí tiene. —Sonrió y las guardó en el morral que llevaba consigo.

Siguió con el recorrido comprando a hadas, elfos, humanos y magos piezas escasas en esos tiempos, pues el metal se volvía una necesidad acuciante en la guerra. Paró hasta que la bolsa que cargaba pesó tanto que el hombro comenzó a cosquillearle anunciando que se entumiría. Era tiempo de deshacer el camino andado. Volvió a paso lento, había encontrado un ligero placer enfilar las largas calles del mercado que estaba dividido en secciones acordes a las razas, el lado élfico, el humano, el de los brujos y espolvoreados como cerezas en un enorme pastel, se encontraban los magos. Tony conocía la diferencia entre un mago y un brujo o hechicero, de estos dos últimos no estaba tan seguro, pero lo que hacían los magos era obrar bajo la energía de lo espiritual, los hechiceros debían estudiar la materia, la esencia de las cosas para lograr comprenderlas y así manipularlas, claro que no bastaba con ello, tenían que poseer la sangre fuerte y digna para poder entrar en contacto con fuerzas que escapaban de la comprensión de la mayoría. Los magos, por otro lado, creaban milagros... no había otro modo de llamarlos, y ellos no requerían de exhaustivos estudios, sino de la enseñanza de otros magos que los auspiciaran en el control de su magia. A él le habría encantado ser un mago, podría crear grandes cosas, quizá mejorar la producción, facilitarla y hacer, lo que sea que fuera, en masa. De ese modo todos serían beneficiados.

Abandonó el tren de sus ilusiones cuando lo vio por el rabillo del ojo, el movimiento fue tan rápido que cuando quiso enfocarlo ya no estaban en su campo de visión las personas. No encontró la razón por la cual lo había captado pues ni siquiera lo había buscado, a lo mejor era por la condición con la que había nacido, quizá se debía a ese sentimiento de protegerlo o tal vez al ruido que los escandalosos de sus acosadores hicieron. No importaba, lo había visto y una parte de sí quería correr a ayudarlo, plantarles cara a los matones y propinarles golpes incluso más duros de los que le hubiesen dado al muchacho, no podía dejarlo así. Una voz en la cabeza, la de la lógica en probabilidad, le prohibió actuar. No era problema suyo.

Se detuvo en medio de un pasillo, estorbando y escuchando varios improperios a su persona, los ignoró como tan bien sabía.

El chico rubio, flacucho y de corta estatura volvía a ser arrastrado hasta un callejón solo para ser golpeado una y otra y otra vez hasta que los brazos de los atacantes se cansaran, o en el peor de los casos quedara inconsciente. Ya había pasado, no sería extraño que se repitiera.

El herrero de corazonesWhere stories live. Discover now