Las vistas del parque eran preciosas, había llegado la primavera y el césped natural estaba casi tan verde como sus ojos. Solía acercarse en invierno, quizás otoño, pero muy escasa vez en otra estación; había valido la pena, las flores caían con suavidad de los árboles y los capullos entre los arbustos casi habían terminado de florecer. En la zona se respiraba paz, esa que tanto anhelaba sentir, al pensar en ello comenzó a ponerse nerviosa, ¿cómo iba ella a estar tranquila sabiendo que su hermano acababa de perder la vida? Sin que apenas pudiese notarlo, las lágrimas brotaron de sus ojos una tras otra, al pasar unos pocos segundos éstas convirtieron su visión en una llena de formas y colores borrosos.
Liz se abrazó fuertemente a sus propias rodillas, tanto que comenzó a dolerle el pecho, sentía que con cada bocanada de aire el oxígeno disminuía. Los sollozos se hicieron notables para las personas que pasaban cerca, pero nadie se molestó en acercarse y antes de que se diese cuenta ya se había hecho tarde. Escuchó voces cerca, pero sonaban distorsionadas como cuando te encuentras bajo el agua, se acercaban cada vez más aunque a su alrededor ya no había apenas gente, no entendía qué estaba ocurriendo y eso tan sólo logró hacer estallar la ansiedad acumulada en su pecho. Se agarró al césped manchando sus manos de tierra y pataleó fuerte cómo si intentase zafarse del agarre de algo, pero no había nada. La sensación de estar siendo aplastada y secuestrada continuó hasta que un chico le agarró el hombro, Liz paró en seco, con los ojos rojos y llorosos miró a la persona que la sujetaba, esbozó una triste sonrisa y se desmayó. Esto había estado ocurriendo los últimos meses, recordaba ir a algún sitio tranquilo comenzar a relajarse y que de pronto una sensación apabullante le drenase toda felicidad y sosiego para reemplazarlo por ansiedad y alucinaciones de diferentes tipos, luego todo se volvía oscuro y confuso hasta que despertaba desorientada en la cama de un hospital, de la comisaría local o muy rara vez en su cama.
— ¿Qué crees que podría ser, doctor?— su madre le acariciaba suavemente la frente, apartándole mechones rubios del rostro, la miraba preocupada.
— Pues... Venga conmigo en privado— notó que la joven había despertado y no quería darle malas noticias tan pronto, podría provocar un brote de nuevo.
La espera se hizo larga, sobre todo para la atontada y medicada Liz que escuchaba de fondo los llantos de su madre y la voz del profesional pidiendo disculpas. Entró su hermana Karla agitada en la habitación, parecía nerviosa y con prisa, agarró fuertemente las frías, delgadas y pálidas manos de la menor y pícaramente le susurró al oído:
— Siempre supe que estabas tarada en el fondo, era algo tan obvio, no sé cómo papá y mamá se han hecho los ciegos tanto tiempo.
Tras decir aquella frase tan ponzoñosa dejó caer una pequeña risilla, para actuar de nuevo cómo si estuviese realmente afectada al entrar su madre bañada en lágrimas. Ambas hijas miraron a su madre y pusieron cara de confusión, ¿qué era lo que estaba causando tanto revuelo? ¿Tan grave era?
— Elizabeth, cariño — se sentó en el otro lado de la cama y agarró la mano libre de la rubia — tienes esquizofrenia.
Y cómo si de una broma se tratase la joven comenzó a carcajearse.