UN ÚNICO DIOS

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Palestina—Abraham de Ur—El diluvio universal—La servidumbre en Egipto—Moisés y el año del éxodo—
Saúl, David, Salomón—La división del reino—Aniquilación de Israel—El profetismo—La cautividad de Babilonia—El regreso—El Antiguo Testamento y la fe en el Mesías.
Entre Egipto y Mesopotamia se extiende un país con valles profundos y extensos pastizales. Pueblos de pastores cuidaron allí durante muchos milenios sus rebaños, plantaron viñas y cereal y cantaron al anochecer, tal como lo hace la gente del campo. Aquel país se extendía entre Egipto y Babilonia, y, precisamente por eso, fue conquistado y dominado en otros tiempos por los egipcios y, luego, por los babilonios; y los pueblos que vivían allí fueron llevados de un lado para otro. También ellos se construyeron ciudades y fortalezas, pero no eran lo bastante fuertes como para oponerse a los imponentes ejércitos de sus vecinos. «Es triste—dirás—pero, sin embargo, no es historia. El número de pueblos de esas características debió de haber sido incalculable». En eso tienes razón.
No obstante, aquel pueblo tuvo algo especial; y por tal motivo no sólo ha llegado a ser historia, sino que, a pesar de su pequeñez y falta de poderío, hizo él mismo historia, es decir, determinó la situación y el destino de toda la
historia posterior. Ese algo especial fue su religión.
Todos los demás pueblos oraban a una multitud de dioses. Ya recuerdas a
Isis y Osiris, a Baal y Astarté. Pero aquellos pastores rezaban sólo a un único Dios. A su Dios que, según creían, los protegía y dirigía de manera especial. Y cuando, al caer la noche, cantaban junto al fuego de campamento sus propias
hazañas y combates, lo hacían cantando al mismo tiempo las hazañas y
combates de aquel Dios. Su Dios, decían en sus cantos, era más fuerte y
superior a todos los numerosos dioses de los paganos. Sí; en realidad era el único—así se llegó a declarar con el tiempo en sus cantares—. El único Dios, creador del cielo y de la Tierra, del Sol y de la Luna, del agua y de la tierra, de las plantas y los animales y también de los seres humanos. El, que puede manifestar su terrible enfado en la tormenta, pero que, al final, no abandonará a su pueblo cuando los egipcios lo opriman y los babilonios lo destierren. En efecto, su fe y su orgullo consistían en que ellos eran su pueblo,
y él su Dios. Quizá hayas adivinado ya quién fue ese extraño pueblo de pastores sin ningún poderío. Fueron los judíos. Los cantos con que cantaban sus hazañas,
que eran las hazañas de Dios, son el Antiguo Testamento de la Biblia.
Cuando algún día leas la Biblia como es debido—aunque para ello tendrás
que aguardar aún un poco—, encontrarás en ella tantos relatos de tiempos antiguos y tan llenos de vida como en casi ningún otro lugar. Es posible que ahora puedas imaginar mejor que antes ciertas cosas de la historia bíblica. Ya conoces la historia de Abraham. ¿Te acuerdas aún de dónde llegó? Este dato aparece en el Génesis, en el capítulo XI: de Ur, en Caldea. Ur; ¡claro!, aquel montón de escombros junto al golfo Pérsico donde, en años recientes, se ha
excavado un número tan grande de objetos antiguos: arpas y tableros de juego, armas y joyas. Pero Abraham no vivió allí en tiempos antiquísimos,
sino, probablemente, en la época de Hammurabi, el gran legislador. Eso fue
—¡pero también lo sabes!— en torno al 1700 a. C. En la Biblia aparecen igualmente varias de las leyes estrictas y justas de Hammurabi. Pero esto no es lo único que cuenta la Biblia acerca de la antigua Babilonia.
Seguro que te acuerdas de la historia de la torre de Babel. Babel es Babilonia. Y ahora puedes imaginar también mejor esa historia. Sabes, en efecto, que los babilonios construían torres realmente enormes «cuyo vértice llegaba al cielo», o sea, para estar más cerca del Sol, la Luna y las estrellas. La historia de Noé y del diluvio universal sucede también en Mesopotamia. En varias ocasiones se han desenterrado allí tablillas cerámicas con escritura cuneiforme que cuentan esa historia de manera muy similar a como aparece en la Biblia. Un descendiente de Abraham el de Ur (leemos en la Biblia) fue José, hijo de
Jacob; el mismo a quien sus hermanos vendieron para que fuera llevado a
Egipto, donde luego llegó a ser consejero y ministro del faraón. Ya conoces la
continuación de la historia, cómo se abatió una hambruna sobre todo el país, y cómo los hermanos de José marcharon a la rica tierra de Egipto para comprar allí grano. Por aquellas fechas, las pirámides tenían ya más de 1.000 años, y José y sus hermanos debieron de haberse sentido tan maravillados al verlas como nosotros hoy.
A continuación, los hijos de Jacob y sus descendientes marcharon a vivir a Egipto, y pronto se vieron obligados a trabajar para el faraón tan duramente como los egipcios de la época de las pirámides: en el libro del Éxodo, capítulo I, se dice: «Los egipcios impusieron a los hijos de Israel trabajos penosos y les amargaron la vida con dura esclavitud imponiéndoles los duros trabajos del barro y los ladrillos...». Finalmente, Moisés los sacó conduciéndolos al desierto. Esto ocurrió, probablemente, hacia el 1250 a. C. Desde allí intentaron reconquistar la tierra prometida, es decir, el país en que habían vivido en otros tiempos sus antepasados desde Abraham. Y al fin lo consiguieron, después de largas luchas sangrientas y crueles. De ese modo tuvieron su propio reino, un reino pequeño con una capital: Jerusalén. Su primer rey fue Saúl, que combatió contra el pueblo vecino de los filisteos y murió también en esa lucha. La Biblia cuenta otras muchas bellas historias de los siguientes reyes, David y Salomón, que leerás allí. El sabio y justo rey Salomón gobernó poco después del año 1000 a.C., es decir, unos 700 años después del rey Hammurabi, y 2.100 después del rey Menes. Salomón levantó el primer templo, fastuoso y grande como los egipcios y los babilonios. No lo construyeron arquitectos judíos sino extranjeros, llegados de los países vecinos. Aun así, había una diferencia. En el interior de los templos paganos se alzaban las imágenes de los dioses: Anubis, con su cabeza de chacal, o Baal, a quien se ofrendaban incluso seres humanos. Pero en lo más profundo, en lo más sagrado del templo judío no había imagen alguna. De aquel Dios, tal como se apareció a los judíos como primer pueblo en toda la historia, de aquel Dios grande y único, no se podía ni se debía fabricar ninguna imagen. Ésa es la razón de que allí se encontraran sólo las tablas de la Ley con los Diez Mandamientos. En ellas era donde se representaba Dios. Tras el reinado de Salomón, las cosas no les fueron ya muy bien a los judíos. Su monarquía se escindió en un reino de Israel y otro de Judá. Hubo muchas
luchas y, finalmente, una de las mitades, el reino de Israel, fue conquistada y aniquilada por los asirios en el año 722. Pero lo curioso es que esas múltiples catástrofes hicieron auténticamente
piadoso al pequeño pueblo judío que aún quedaba. En medio del pueblo se
alzaron ciertos hombres, no sacerdotes sino gente sencilla, con el sentimiento de que debían interpretarlo, pues Dios hablaba por ellos. Sus prédicas decían siempre: «Vosotros tenéis la culpa de todas las desgracias. Dios os castiga por vuestros pecados». En las palabras de estos profetas, el pueblo judío oía una y otra vez que todos los sufrimientos eran tan sólo castigo y prueba, y que en algún momento llegaría la gran redención, el Mesías, el Salvador, que devolvería al pueblo su antiguo poder, además de una felicidad interminable. Pero el sufrimiento y la infelicidad estaban aún lejos de concluir. ¿Te
acuerdas de Nabucodonosor, el poderoso héroe guerrero y soberano babilonio? En su campaña contra Egipto atravesó la tierra prometida,destruyó Jerusalén en el año 586 a.C., le sacó los ojos a su rey Sedecías y llevó
a los judíos cautivos a Babilonia.
Allí permanecieron casi 50 años hasta que, en el 538, el imperio babilonio fue destruido por sus vecinos persas. Cuando los judíos regresaron a su antigua patria, eran otras personas. Diferentes de todos los pueblos de su
entorno. Se mantuvieron apartados de ellos, pues los demás les parecían
idólatras que no habían reconocido al verdadero Dios. Fue entonces cuando
se redactó la Biblia tal como la conocemos hoy, al cabo de 2.400 años. Pero los judíos acabaron resultando inquietantes y ridículos para los otros pueblos, pues siempre estaban hablando de un único Dios a quien nadie podía ver y observaban escrupulosamente las leyes y costumbres más rigurosas y difíciles, sólo porque, al parecer, aquel Dios invisible se lo había ordenado. Y aunque, tal vez, los judíos fueron los primeros en excluirse de los demás, éstos se separaron luego progresivamente de los judíos, aquel minúsculo
residuo de pueblo que se llamaba a sí mismo «elegido» y se sentaba día y noche a leer sus sagradas escrituras y cantares, meditando sobre el motivo por el que el único Dios hacía sufrir a su pueblo de aquel modo.

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