segundo

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El restaurante se llamaba Cioppino's, era familiar, y famoso por sus mariscos, estaba ubicado entre la Av. Jefferson y la Av. Leavenworth, en San Francisco; a Bert le había llamado la atención porque no se dejaba fumar dentro del establecimiento, a lo que la gente tenía que salir a una especie de porche para fumar. La res de esa noche era un viejo empresario, a McCracken no le habían proporcionado ningún nombre, ni el de la víctima, ni el del agresor, pero le habían depositado el dinero esa mañana, entonces estaba bien.

Se sentó en una especie de círculos para bicicletas que había en la calle, enfrente del restaurante, desde las ocho de la noche; el cliente le había proporcionado la información: una fotografía del sujeto, que llegaría una familia de tres integrantes, y que la res saldría a fumar, eso seguro. Robert tuvo que esperar durante dos horas. Alrededor de las ocho y media vio entrar a la familia, y media hora después, ahí estaba el sujeto, saliendo del restaurante para ir al porche.

Era un hombre de aproximadamente sesenta años, tenía un corbatín verde y completamente ridículo, parecía pesar seis veces más lo que McCracken. El asesino se levantó varios segundos después de ver al hombre salir; Rob tuvo que rodear el barandal que dividía el terreno del restaurante con la calle, el lugar estaba abarrotado de gente, por lo cual nadie le prestó atención. Caminó entre los hombres y pocas mujeres que fumaban y decidió prender un cigarrillo, estando a unos tres metros de distancia de su res, ahí metió la mano a su bolsillo, tanteando la Desert con la que había amenazado a Jepha esa mañana, cerró los ojos, dejando la mente en blanco, como solía hacer antes de actuar, su mente le devolvió una risa: corta, completamente burlona.

McCracken escupió el cigarrillo y caminó hacia el sujeto, que estaba recargado en el barandal, dándole la espalda; Robert sacó la Desert, escondiéndola en la manga de su chaqueta, solo dejó la boquilla descubierta, y como si conociera al viejo de toda la vida, le palmó el hombro con su mano libre.

—German, cuánto tiempo— comentó, mientras su mano derecha la colocaba debajo de la garganta del sujeto y jalaba el gatillo. Rob escuchó el disparo, los demás la música del restaurante y el murmullo de la gente.

Recargó el cuerpo sobre el barandal, palpando la espalda de la res una vez más para luego separarse, apenas si levantó la mirada se heló todo su cuerpo: a un par de metros, en el otro lado de la acera de la calle, frente a una tienda de souvenirs, había un muchacho viendo la escena fijamente, McCracken le siguió la mirada, el chico veía la sangre que bajaba de la garganta del cadáver. Sin decir nada, Bert se alejó del cuerpo, viendo a ambos lados e ignorando al muchacho para rodear de nuevo el barandal, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y empezó a caminar por la banqueta, ignorando al muchacho, aunque por dentro su corazón había empezado a latir como loco. El asesinó escuchó varias pisadas rápidas detrás de él, y antes de que pudiera hacer algo, el espectador del restaurante estaba frente a él.

—Lo mataste. — Masculló. Era un muchacho no mayor a McCracken, posiblemente de unos veintidós años, tenía una sudadera de Drop Dead, una mochila lila colgando de su hombro izquierdo, y su cabello era negro. Bert le dedicó una gélida mirada, rodeando el cuerpo del muchacho para seguir su caminata. —Lo mataste. — repitió el muchacho, volviendo a alcanzarlo. Rob se detuvo, sacó su cartera y le extendió un billete de veinte dólares al pelinegro.

—No maté a nadie. — el muchacho vio con repugnancia el dinero.

—No voy a aceptar dinero, acabas de matar a una persona, ¡por Dios!, y nadie lo notó, ¡yo lo noté!, ¿eso cuenta como cómplice? Si acepto el dinero soy cómplice, ¿o ya soy cómplice? Dios mío, mataste una persona— el chico tomó su cara con ambas manos, completamente angustiado.

—Cállate— gruñó Bert, viendo con amenaza al muchacho.

—Pero lo mataste, yo lo vi, empezó a sangrar, y nadie se dio cuenta, ¿cómo mierda no te das cuenta cuando matan a alguien? Dios mío, debo llamar a la policía, es...— McCracken lo tomó de la muñeca con fuerza y rapidez, haciendo que el muchacho cerrara la boca de golpe.

—No debes llamar a nadie, vas a cerrar la puta boca y a seguir con tu puta vida como si nada si no quieres que te meta la siguiente bala en por el culo— gruñó, viendo fijamente al pelinegro, tenía ojos de color, pero la noche no dejaba ver si eran azules o verdes.

—Creo que llamarías patéticamente la atención de las personas si intentas meterme una bala por el culo— Bert frunció toda la cara.

— ¿Qué...?— sacudió la cabeza, ignorando el comentario. —Sabes a lo que me refiero.

— ¿Y entonces qué hago?

—Sigue con tu puta vida y olvida el maldito incidente— el muchacho se zafó del agarre, sobando su muñeca.

—Qué grosero.

— ¿Cómo?

—No hay necesidad de decir tantas malas palabras, eso solo te hace ver mal. — Rob suspiró.

— ¿Sí sabes con quién estás hablando?

—Con un asesino, claramente— Bert le hizo una seña para que bajara la voz— Pero eso no justifica que seas mal hablado.

— ¿Sabes? Me rindo, muévete a un lado— el rubio volvió a rodear al muchacho, caminando.

— ¿Y mis veinte dólares?— Bert se volvió a verlo.

—Dijiste que no los querías.

—No quería ser cómplice, pero ya lo superé, son veinte... no, treinta dólares y lo olvido.

— ¿Treinta? Sigue soñando, niño.

—Estoy seguro que no me llevas más de cinco años, así que no me digas niño. Ahora, mi dinero. — el asesino pensó en replicarle, pero las sirenas de la policía ya se escuchaban cerca, gruñó, sacando su cartera, después contó treinta dólares y los extendió al pelinegro.

—Fuera de mi vista. — el muchacho sonrió, tomando los treinta dólares.

—No volverás a verme. — Bert giró los ojos, el muchacho se dio la vuelta y volvió por la acera, con esa mochila lila colgando de su hombro. Robert volvió a girar los ojos, caminando en dirección contraria al espectador-estafador, caminó con paso tranquilo, prendiendo otro cigarrillo mientras volvía a su apartamento.

Apenas llegó, tomó una ducha, se puso un pants gris y caminó a la cama, se recostó boca arriba, viendo al techo. De todas las cosas que había podido decirle un espectador, jamás hubiera imaginado que el testigo le reclamara por su lenguaje, o por su edad, y mucho menos, que le pidiera más dinero del que él estaba dispuesto a dar; es decir, era un asesino a sueldo, y el ver un asesinato debía asustar a la gente, ¿no?, ¿entonces qué mierda había sido eso? Ese mocoso era un raro, claro, eso mismo, ¿quién usaba una mochila lila de todas formas?, un freak, sin duda. Cerró los ojos.

Y no logró conciliar el sueño hasta tres horas después...

ahógame |gerbertDonde viven las historias. Descúbrelo ahora