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Ella.

26 de junio de 2015.

— Noora. — escuché la voz del doctor. — ¿Estás segura?

Levanté mis ojos llenos de lágrimas y vi que me estaba mirando. Fijamente.

El doctor era amable. Tenía mucha paciencia, y nos había ayudado en todo lo que habíamos necesitado.

— ¿Estás segura de que no quieres entrar?

Me encogí de hombros en el asiento del hospital. ¿Quería entrar? No lo sabía. Quería cerrar los ojos y despertar en mi cama, sabiendo que él estaría aquí. Quería que cualquiera de los doctores que había dentro saliera y me dijera que Austin iba a estar bien. Quería muchas cosas. ¿Pero entrar ahí dentro? Me aterraba como la mierda. Me aterraba porque no sabía cómo iba a estar mi hermano y no sabía si estaba preparado para verle débil.

Cerré la libreta con sus dibujos.

— Tengo mucho miedo. — admití, mientras las lágrimas caían por mis mejillas.

— Es normal. — me dijo el doctor y colocó una mano en mi hombro para tranquilizarme—. No pasa nada por tener miedo, Noora. Todo el mundo tendría miedo en tu situación.

Respiré hondo varias veces hasta que conseguí tranquilizarme.

Estaba bien. Iba hacerlo. Iba a entrar.

Cuando me levanté, todo mi cuerpo tembló. Sobre todo, mis rodillas y maldecí por tener que aguantarme en el respaldo de la silla. No recordaba ni cuándo había sido la última vez que había comido algo.

— ¿Te encuentras bien? —preguntó el doctor.

Bien era el último adjetivo que utilizaría para describir cómo me encontraba, pero nada de eso importaba en aquel momento. Asentí.

— ¿Vas a entrar? — volvió a hablar.

Asentí de nuevo. Él me acompañó hasta la puerta de la habitación de mi hermano, y yo caminé hacia ella, en silencio. Todo me daba escalofríos. Y tenía miedo. Jamás había tenido tanto miedo.

— Eres mucho más fuerte de lo que piensas, Noora. — me dijo antes de abrir la puerta.

Nunca pensé en el significado de esa frase, siempre había creído que ese era su trabajo. Animar a las personas que estaban por ahí. Sacarles una sonrisa mientras sus seres queridos estaban en una de esas habitaciones blancas entre la vida y la muerte. Pensé que eso era lo que les decía a todas las personas con las que se encontraba cada día, así que no me paré a pensar si había algo de verdad en esas nueve palabras. Tal vez sí.

Me quedé paralizada en cuanto reconocí su cabello rubio. La piel pálida. Fue como si todos los órganos de mi cuerpo dejaran de funcionar. El siguiente impulso que tuve fue esconder mis manos en el bolsillo de mi sudadera lila para que el doctor no se diera cuenta de lo mucho que temblaban.

Me acerqué a él.

— Austin. — dije flojito, con las mejillas empapadas. En ese momento me di cuenta de que estaba llorando.

— Austin. — repetí. — Tienes que abrir los ojos. Por favor. Sé que estarás muy cansado, y que es muy difícil, pero debes hacerlo. Por mamá. Por papá. Por mí. Te queremos. Así que, por favor, abre los ojos. O danos una señal. Solo una. Llevas así una semana. —acaricié su pelo rubio —. Y cada día que pasa estás peor. No nos dejes, por favor. — le dije, llorando —. No sé qué haría sin ti. Tienes que seguir dibujando. No podré pasar todos los días que quedan sin ver tus dibujos. Tienes que cumplir todos y cada uno de tus sueños, y debes llegar muy lejos. Por favor, Austin.

Nada. No hizo nada. En las películas la persona siempre hacía una señal o abría los ojos. Mi hermano no movió ni un pelo.

Me quedé más del tiempo del que estaba permitido en la habitación. El doctor había dicho que solo podía estar cinco minutos, pero creo que estuve como quince. No me importaba. La única cosa que conseguía que siguiera respirando era Austin. Estuve diez minutos sentada en una de las sillas que había en la camilla, mirando sus dibujos.

Sin decir nada. Solo me senté en la silla que hay al lado de la camilla, dibujando. Minutos después las máquinas empezaron a pitar. Supe que algo iba mal. Había visto muchas series y películas y cuando pitaban las máquinas era porque algo no iba bien. Vinieron dos enfermeras, y me sacaron de la habitación a rastras. El mismo doctor de antes me decía que todo estaba bien, pero las caras de las personas que entraban mostraban otra cosa: preocupación. Angustia. Miedo. Terror.

— ¡Noora! ¡Noora! — escuché la voz de Jordan, pero era muy lejana. Era como si me estuviera desvaneciendo. Vi la preocupación en sus ojos cuando colocó las manos en mis mejillas. Creo que estaba muy preocupado. Yo también lo estaría si fuera él. Llevaba una semana sin dormir y era incapaz de salir del hospital.

— ¿Estás bien? — negué con la cabeza. En otro momento hubiera dicho que sí y hubiera fingido una sonrisa, pero demonios, era mi hermano.

— Él no... No está bien. — sollocé.

Jordan lo entendió a la primera. Sus ojos se llenaron de preocupación y apretó sus labios.

— Ven aquí.

Y me abrazó. Fue uno de esos abrazos en los que cierras los ojos y el mundo desparece. Jordan acarició mi espalda y mi pelo mientras yo lloraba sin cesar en su pecho. El abrazo no alivió todo el dolor, pero me hizo sentir que no estaba sola.

Aquella noche, cuando Austin se fue, el cielo estaba nublado. Recuerdo salir del hospital con mamá y papá y ver el cielo más oscuro que nunca. O tal vez era porque sentía que era como una versión de mí misma.

Entonces, subimos al coche y lo vi. Había una estrella brillante. Solo una. Enorme. Llena de luz. Se podía distinguir a través de las nubes. Y sonreí de manera triste. Muy triste. Apoyé la cabeza en el respaldo y estuve todo el tiempo mirando a esa estrella mientras volvíamos a casa. Siempre quise creer que esa era la estrella de mi hermano.

LLÉVAME A LAS ESTRELLASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora