27 de enero del 2018
Querido amor:
Me enamoré de ti un lunes de enero, escuchando el sonido de la lluvia sobre los tejados y el de tu corazón latiendo a escasos milímetros del mío. La habitación estaba oscura pero yo no necesitaba luz para encontrar tu mano bajo las sábanas y cogerla con fuerza mientras, con la cabeza recostada sobre tu pecho, sonreía como una tonta enamorada, fantaseando acerca de lo cómodo que era tu cuerpo, y pensando en lo bonito que sería poder estar así para siempre.
El ladrido de un perro me despertó de mis ensoñaciones y aproveché ese momento para buscar tus labios con mi boca. Recuerdo que respondiste muy cariñosamente a ese beso y que me abrazaste como si se fuese a acabar el mundo en medio de la tormenta que se escuchaba fuera.
Un martes de febrero tu risa inundó toda la casa mientras te hacía cosquillas, te brillaban los ojos cuando me gritabas que parase y me contagiaste de una ilusión rara. Me sentía bien haciendo las típicas cosas que hacen las parejas en las películas y, al igual que en todas las comedias románticas, acabamos besándonos como si no hubiera mañana, despojándonos con prisa de la ropa, sin que nada importara.
Las tardes de sábado a tu lado se convirtieron en rutina y tu suave voz comenzó a ser la banda sonora de todos mis fines de semana.
Tú trajiste la alegría de nuevo a mi vida y me llenaste de esperanzas.
En ese mismo mes de febrero me dijiste que me querías por primera vez en dos meses. No pude ocultar la sonrisa que se dibujó en mi cara mientras asimilaba tus palabras y no fui capaz de decir nada por lo que me limité a abrazarte, perdiéndome entre tu cuerpo que tan bien encajaba con el mío.
Elegiste el miércoles más cálido de marzo para sorprenderme llevándome a la playa sin avisar. La arena, húmeda, entorpecía nuestros pasos y el rastro de nuestras huellas se perdía a lo lejos. No sé cuánto tiempo estuvimos caminando y hablando de cualquier cosa hasta que decidimos sentarnos a ver como el sol se ocultaba tras el mar. Me cogiste la mano mientras la luz del atardecer, con sus tonos anaranjados, bañaba nuestros cuerpos y nuestras miradas se perdían en el horizonte.
En el camino de vuelta a casa, ya de noche, paraste el coche en un mirador para besarme y supe que no sería nada sin tus besos ni sin todos los sentimientos que despertaban en mí. Sonreíste en medio del beso, como sueles hacer cuando quieres prolongar el momento y me cogiste de la cintura, acariciándome la espalda, haciendo que un escalofrío me sacudiese de arriba abajo.
Fue un jueves de abril cuando me propusiste pasar un fin de semana fuera, perdidos en ninguna parte, disfrutando de la paz y la tranquilidad de estar el uno con el otro. Llovió un poco esos días, pero nada más salía el sol aprovechábamos para dar largos paseos acompañados del olor a hierba húmeda y del aroma que deja la lluvia en el ambiente. Era muy agradable escuchar como nuestras conversaciones se mezclaban con el sonido de nuestros pasos sobre los caminos de tierra y piedras, pero más agradable era saber que caminaba a tu lado.
Un viernes de mayo entendí que las mejores cosas de la vida no se pueden pagar con dinero. No hay forma de comprar las risas, los besos, las caricias o los vuelcos que daba mi corazón cada vez que me sostenías la mirada.
Me entristeció pensar en todas las parejas que compraban los buenos momentos de las relaciones con cenas y regalos tontos y que se intentaban mantener unidos haciendo planes aburridos que no llevaban a ninguna parte más que al completo fracaso.
La gente sale a la calle a comprar amor al igual que salen a por el pan por las mañanas, caminando con la misma monotonía y desgana. Y es así, hay quien cree que conseguir al amor de tu vida o a tu mejor amiga es igual de posible que hacerte con una prenda de ropa que ves en cualquier escaparate.
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Partes de mí
Novela JuvenilNo tengo intención de inventarme una historia nueva, pero me gustaría poder poner en algún sitio los pequeños relatos sueltos que voy escribiendo, las pequeñas partes de mí.