1 Capítulo :
“Mírame con desprecio, verás un idiota. Mírame con admiración, verás a tu señor. Mírame con atención, te verás a ti mismo”- Charles Manson
Arrastraba el cuerpo duchado de sangre por el césped frondoso del Castillo de Windsor.Hace algunos meses atrás, pude descubrir un lugar ahí, cerca de la fachada sur donde podía enterrar a mis victimas, gozaba hacerlo con gracia. Darles una muerte “pulcra” y estilizada.
Los ojos verdes de mi antiguo chófer aun no se cerraban.
Sólo disfrutaba lentamente el ver como las pequeñas gotas de sangre y sudor se deslizaban por su rostro, esparcidas aproximadamente como una máscara macabra, aquello era fascinaste. Exquisito de contemplar, pero me dolía. Aunque no conociese las razones, y eso me asustabaSeguí tirando de él hasta que encontré el vuelto de hojas, con cuidado las quité una por una, y antes de arrojar su cadáver le di la última mirada. Me agaché ante las hierbas, pinte mis labios con un color granate y lo bese en mequilla, un acto de despedida.
Mi sello.
Su tacto me resultaba acogedor, porque a esa temperatura estaba mi alma, si es que tenía una, congelada.
Debía apresurarme, mis agentes de seguridad me estarían esperando.
El rojo continuaba ahí. Me incliné un poco más y toqué su faz con mi dedo índice, el cuerpo estaba frió, helado…pero la sangre permanecía tibia, de una u otra forma, pero con un olor nauseabundo.
Acomodé mi cabello en una coleta para que no fuese manchado de sangre, me puse una viejas gafas negras enormes estilo nerds y lo tiré hacia la profundidad del agujero ya cavado, pese que no habían cámaras en ese sector (Lo sabía porque ya había analizado la zona con anterioridad tras varios mese de estudio), era mejor ser cuidadoso. Un tanto hondo por cierto, lo suficiente para que los vigilantes del castillo no percibieran el fuerte tufo de putrefacción que adquirían mis victimas, aunque yo me aseguraba de implicarle unas especies de sustancias que me ayudaba en el proceso, los conseguí cuando me enrede con otro tipo, preciosamente un gran químico de Londres, pero esa es otra historia.
Me aseguré de poner abundante arena encima. Acto seguido ubiqué de forma estratégica todas las hojas anteriores de distintos tonos: desde gamas verdes a cafés. Eran muy bellas, me recordaban a mi infancia. Cuando para ese entonces mis padres aun vivían.
En ese momento volvió a mi mente la voz de aquel Rey, que me había dejado huérfana, susurrando que su estación favorita era el otoño, al igual que la mía.
Me parece, porque por lo general la gente odia esa estación por ser “triste”, debido a los colores casi neutros y que las ramas de los arboles quedan desnudas, como en las películas de un amor adolescente prohibido y todo el rollo, en que dos chicos se conocen, son de clases sociales distintas, se enamoran, no pueden estar juntos, es otoño, la chica cae en depresión comiendo helado por no poder ver a su a amado y bla bla bla.
Pero a diferencia del resto, nosotros nos encantaba, mi padre solía decir:
“— La cuestión es, Valentine, que la humanidad no sabe apreciar la belleza en el dolor, es decir, el sufrimiento tiene un poder curativo, purificador, ¿Entiendes tú eso? —“
Yo asentía, revoloteando a través de todo el jardín con mis trenzas rubias, un vestidito tono azul claro de seda diseñado por la más alta costurera de Inglaterra y mi tiara plateada. A sí mismo evocó el recuerdo en el que caía al barro, llegaba mi padre, me limpiaba con el agua de la fuente decorada por pequeños ángeles, y colocaba de nuevo en su sitio.
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