Marina (1)

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Esta noche he vuelto a soñar. Creo que ha sido el mismo sueño, aunque todo en mi mente está confuso. Al mirar a mi derecha, veo los tímidos rayos de sol que entran por mi ventana cada mañana, aunque más que tímidos, yo los calificaría de molestos. He de recordarle a mi padre que arregle la persiana que los mantiene alejados de mi habitación. Arrugo la nariz, pues huelo a sudor y rosas, y, aunque el segundo aroma parezca agradable, es horrible la combinación con el primero. Supongo que he de cambiar de perfume. Cierro los ojos lentamente y las pestañas acarician mis mejillas mientras la respiración se me regula de nuevo, mientras mi corazón consigue volver a su ritmo constante y moderado. Ahora mismo, está a punto de salirse de mi pecho. El pelo se me pega a la frente perlada de sudor, y creo que ya no son rizos, si no masas sin forma que más que bonitas son molestas. Como los rayos del sol, sí. Hay tantas cosas molestas en el mundo... Pongo los ojos en blanco y me doy la vuelta, cerrándolos aún más fuertemente, con el objetivo de que ninguna luz perturbe mi futuro sueño.

—¡Marina! —Y resulta ser mi madre quien lo hace. Además, seguramente para decirme que irá a su clase de salsa, algo que no hace desde que tenía mi edad, y que da mucho más miedo que cualquier pesadilla. Intento hacerme la dormida unos minutos más, saboreando este instante antes de poner en marcha mi cuerpo. Hundo la cabeza en la blandeza de la almohada y envuelvo mi cuerpo entre las mantas finas que ya lo recubrían. Dormir es algo tan bueno, que no creo que sea gratis. Escucho el taconeo continuo de sus zapatos al subir la escalera, sus pasos rápidos a cuyo ritmo ya estoy acostumbrada. —¡Marina, levanta! —Dulce voz, mamá. Nótese la ironía. Mi madre agarra las mantas con una fuerza que no creía posible en ella, y, doblándolas con agilidad (Dios la ha dado dones que hace unos días no tenía) las gira, provocando que mi cuerpo caiga al suelo e impacte contra la madera helada. Creo que mi espalda ha crujido. Siento el dolor expandiéndose por mi columna vertebral hasta cubrir prácticamente toda mi superficie, y, aún así, me niego a abrir los ojos. —¿Me has oído, cariño? —Así funciona mi madre. Las palabras de amor vienen después del golpe y antes de los gritos. Así que, para saltarme la última y desgraciada parte, abro un ojo. La luz impacta contra él como un misil; y me afecta tanto como una bomba. Gimoteo cuál gato recién nacido, y, al moverme, inhalo la capa de polvo que siempre recubre el suelo de mi habitación (y que se ha convertido en un habitante más de ella). Las partículas entran por mi nariz y bajan hasta mis pulmones, donde mi alergia a los ácaros del polvo entra en acción. Comienzo a toser con ímpetu, entre convulsiones y dolor, cerrando los ojos y arrastrándome por el parquet para encontrar el inhalador. Siento mis pulmones cerrarse impidiéndome respirar, pero, a pesar de mi alto nivel de asma, consigo ponerme en pie y arrastrar la mano por la mesa. Tengo los ojos llorosos y llenos de picor, por lo que lo que hay ante mí no es más que una imagen confusa y acalorada en mi lucha por respirar. —Marina, por lo que más quieras, respira hondo. Creo que la medicación está abajo, voy a por ella. —Me agarro el cuello asintiendo y toso de nuevo. Trastabillando sigo a mi madre, pero no quiero correr, para no fatigarme. El conocido y odiado pitido al respirar llega a mis oídos. Intento tranquilizarme mientras me convulsiono entre toses. —Te dije que limpiaras tu cuarto. Pero yo soy muy tonta, ¿verdad? Mira luego lo que pasa. Pierdo tiempo por tu culpa. —La tos cada vez suena más seca. Dudo que el medicamento me haga nada si no me tranquilizo yo, pero es muy difícil hacerlo cuando el aire pasa a duras penas por mi tráquea. —No es momento para... riñas... mamá. —Consigo articular. En el campo de mi visión entra un objeto con forma de L, de color azul y un botón. Mi inhalador. Aprieto el paso alargando la mano para tomarlo entre mis dedos y lo aprieto con fuerza al llevármelo a la boca. Pulso el botón que tiene en la parte superior y respiro hondo. Inspiro y expiro. Lentamente, diez veces, consiguiendo relajarme. Deposito la medicación sobre la mesa y me dejo caer en una silla cercana. Siento la calidez de la mano de mi madre sobre mi cabeza, sus dedos enredarse en mis rizos despeinados. 

—Era para decirte que me voy a mi clase de salsa. Ah, y recoge tu cuarto. O por lo menos limpia el polvo, Dios mío. —Me paso una mano por la cara. El cariño de mi madre siempre lleva veneno en su interior. La diviso andando sobre unos tacones de quince centímetros, con ropa de salsa y un moño ensortijado. De ella no hay nada en mi cuerpo más que la forma de los ojos, almendrados. De mi padre, por el contrario, heredé mis salvajes rizos castaños oscuros, que se expanden en todas direcciones, y mis ojos azules claros. La nariz, la forma de la cara y los labios, llegaron de algún lugar desconocido. Mucha gente dice que soy guapa, pero si lo digo yo misma la sociedad me responde diciendo que soy una creída insoportable. Otros piensan que soy horriblemente fea, y a esos los ignoro. Me llevo una mano al cuello y aún siento el sudor húmedo recorriendo mi cuello. No puedo evitar recordar la pesadilla que invade mi mente todas las noches, que hace que mi pulso se acelere y los chillidos surjan de mi garganta en plena oscuridad. Los ojos de la muchacha, sus alas, y la voz que la persigue por un bosque lleno de niebla. El rechinar de unas cadenas metálicas rodeando un tobillo blanco como la Luna, una risa tan fría que hiela las venas. Y el grito. Un grito que recorre el bosque e incluso mi cuarto. Algo sobrenatural, cuyo hechizo provoca que tenga miedo. Observo las gotas de lluvia recorrer la ventana. Sólo el recuerdo de la pesadilla me ha puesto la piel de gallina. ¿O es el frío? Es difícil saberlo. Pienso un momento que los rayos de sol que entraron en mi cuarto eran meras quimeras, ilusiones de mi cansada vista. Pero al fijar mi mirada en la ventana empañada, veo que no es lluvia. Pisando el suelo con delicadeza, me deslizo hasta quedar frente a la ventana. Y sí, veo nubes en el cielo que empañan el sol, pero los nubarrones quedan lejos. No llueve. Apoyo mis manos en el cristal sintiendo su frialdad de pleno invierno, fijando mi mirada en algo a través del vaho. Entorno los ojos y veo que algo se está dibujando en la ventana. "MUER..." Quien quiera que esté allá fuera, no tiene una buena idea de esta familia. Abro la ventana con una gran velocidad (algo inusual en mí) pero no hay nadie. Estoy completamente seguro de que hace un momento alguien estaba dibujando la palabra MUERTE o MUERE en mi ventana. Ahora ya no sé qué pensar. Quizá me estoy volviendo loca.Es lo más seguro.

Dos vecesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora