Había algo en el tiempo que me consumía, como un virus que me contaminaba y que en cada exhalación me hacía más vulnerable.
Sentado en la arena, el viento calmaba una fiebre persistente.
El océano al fondo parecía una masa uniforme que se alzaba prominente ante el reflejo del cielo en sus propias aguas, como inquieto, furibundo, como impotente y frustrado y que cuando llegaba a la orilla, acercándose más a tierra, se tendía sobre ella en calma, volviéndose espuma.
Allí estaba el hombre al que el mundo aclamaba, sentado en la noche, mirando las olas, siendo un cobarde en su mortalidad.
Una existencia vacía, sin llanto, sin rencores ni remordimientos, y tan culpable.
Un fraude.
Y estaba atascado, con las manos caídas en derrota, sin pensar más en la espuma, en el mar.
Casi no podía sentir.