Medianoche

140 11 13
                                    

Aún recuerdo cuando el Reloj dio la medianoche. 

Es imposible pensar en otra cosa en este instante. A medida que avanzo por la cueva que sirvió como mi hogar por semanas, las memorias vuelven a mí como si de buenas amigas se tratasen. 

La transmisión en vivo durante la tarde de un viernes lejano, una gran parte de la población sin querer creerlo, y el resto, menos numeroso, haciendo lo más sensato posible en aquel momento: huir.

Aunque de nada les sirvió al final.

Nuestra abuela solía contarnos historias sobre aquella época en la que todo apenas iniciaba, relatos que para mí nunca fueron algo más que eso: eventos de la Historia, el pasado. 

Cada vez que lo mencionaba ella, o incluso en mis clases, no podía hacer otra cosa más que sentirme afortunada. Dichosa de haber nacido un siglo después, de no tener que vivir los mismos horrores que la generación pasada. Ahora, mientras me arreglo mi bufanda antes de salir, solo me río. Me burlo de mi antigua yo, lo inocente que podía ser.

Los problemas se remontaban a 1945, la misma semana que se firmó la paz y el fin de la Segunda Guerra Mundial. (Por lo menos en Europa.) Del otro lado del mundo, dos ciudades se convirtieron en las primeras víctimas de los ataques nucleares. Por años, fueron las únicas en haber vivido algo así.

A partir de entonces nada mejoró. Conforme avanzaban los años, estas armas fueron desarrollándose más y más. En 1947 se creó el Reloj del Apocalipsis, y con ello la primera medida. ¿Cuánto tiempo de vida le quedaba a la especie humana? Llegar a las doce significaba la destrucción de nuestra vida como la conocíamos.

La hora inicial fueron las 23:50.

Afuera, el clima es helado. Ni siquiera todos los abrigos que llevo son suficientes para protegerme de las corrientes frías de aire. El cielo continúa de un tono gris, oculto por las espesas nubes de carbono, imposibilitando el pasaje de la luz solar. El paisaje es desolador, rocas oscuras y seres muertos por todas partes. 

Incluso así, el sol nos mata. Sin la capa de Ozono, los pocos rayos provenientes de la estrella que logran atravesar la nube son radiación pura, los humanos incapaces de soportarlo mucho tiempo. 

Miro mi mapa, a medida que continúo avanzando. Deben de estar cerca. Cuando la temperatura cayó bruscamente, las plantas y los cultivos murieron. Salir de la ciudad fue la única opción viable para sobrevivir en aquel entonces. Años enteros viviendo como nómada, todo con tal de vivir un día más y esperar que todo se resolviese.

Como sea, el Reloj continuó variando conforme pasaron los años. Al igual que las armas que destruyeron nuestro planeta. En 1960 alcanzó las 23:53. En 1981 avanzó hasta las 23:56, e incluso hacía unos pocos años, en el 2018, llegamos a las 23:58.

Y un viernes, alcanzamos la medianoche.

No se supo quién atacó primero. Tuvieron tan poco tiempo antes del contraataque que nadie pudo echarle la culpa a una sola nación. En cuestión de horas millones de kilómetros ardieron con la onda inicial. Poco después, inició el frío. La Tercera Guerra Mundial no duró más que unas semanas, en las cuales la vida humana quedó casi erradicada por completo. Volvimos a la Edad de Piedra, sin electricidad y sin armas tecnológicas.

De eso ya pasaron años. Por eso me dirijo hacia la ciudad más cercana.  Alguien tuvo que permanecer, sobrevivir como lo hice yo. Nos encontrábamos en casa, y nos escondimos en el sótano. Perdimos a papá en la ola, él estando de viaje. Poco después, cuando nos quedamos sin comida, tuvimos que salir, mamá quedándose atrás para distraer a unos ladrones y que yo pudiera escapar.

Camino por no sé cuánto tiempo, siempre atenta a encontrar vida. Los páramos que me rodean son indescriptibles, erradicados de toda vida por una nueva guerra. Decían que la tercera es la vencida. Tuvieron razón.

De repente, la veo. La enorme ciudad se alza, cortando los rayos solares, en su mayoría en ruinas. Corro hacia ella, desesperada por saber qué ocurrió con la civilización.

Los recuerdos vienen a mí de nuevo. La transmisión en vivo de la declaración de guerra, las olas expandiéndose por la Tierra y la lluvia radioactiva de después.

Frente a la ciudad, masas de personas estaban presentes. Una inmensa alegría me rodeó al tiempo que echaba a andar mucho más rápido. ¡Humanos! ¡Aún quedaban humanos en el planeta!

Hasta que vi lo que hacían. Justo como al inicio de la Guerra.

Estaban luchando. Claro, la ciudad era una de las pocas que debía mantenerse en pie todavía, con suministros. Peleaban por ser los primeros en reclamarlos.

La especie humana estaba perdida. Me encontraba tan cansada que me desplomé en el suelo, mirando. No podía hacer nada más en ese instante. Mis últimas esperanzas recaían en esa ciudad y no tenía otro sitio hacia donde ir. Tan solo existía el plan A.

El gélido clima que cada día mataba a los pocos sobrevivientes o la radiación no se comparaban a lo que causábamos nosotros como especie. Menos mal que nunca llegamos a Marte. Cada país del planeta se encuentra totalmente destrozado, sin embargo todavía tienen la decencia de luchar.

Einstein tuvo razón. Nadie imaginaba cómo se lucharía en la Tercera Guerra Mundial, o cómo terminaríamos, pero sí había algo seguro. La Cuarta se pelearía con palos y mazas.

No puedo quedarme aquí más tiempo. Me incorporo y regreso por donde vine. La ciudad está tomada y nadie ayuda a los extraños. Reglas de supervivencia. 

Tendré suerte. Es lo único que puedo pensar ahora, mantener la esperanza. Avanzar y encontrar a alguien que no esté dispuesto a asesinarse entre sí.

Caminar por la nieve, esperando no congelarme o morir por la radiación. No lo haré, no debo hacerlo. Después de todo, sigo viva. Es lo único que importa.

Fuimos testigos de cuando el Reloj dio la medianoche.

Ahora son las 00:01.






Retos de Ciencia FicciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora