El calor húmedo le despertó apenas pasada la media noche, y por más que esperó, el sueño no regresaba a él; solamente sudaba más y la impaciencia le saturaba la mente. En los últimos minutos ya había revisado el reloj en repetidas ocasiones, y como si una parte de él desconfiara de sus cansados e irritados ojos, lo volvió a hacer. Termino por rendirse, aventurándose así a la cocina, pasando primero por el baño. Hacía mucho tiempo que no la pasaba tan mal en una noche de fin de semana, y este hecho le frustraba: no sabía qué hacer.
De una forma a otra, en busca de frescura, su paradero final fue el estudio. Se resignó a sentarse en el suelo (la silla forrada de cuero no haría más que empeorar su situación) y a observar todas aquellas obras que estaban finalizadas o por terminar, tratando de recordar por qué, cuando y donde las había hecho. Siguió así durante un rato hasta que su vista se tropezó con un pedazo rojizo oculto a simple vista entre cajas y telas. No tuvo que acercarse para saber de qué se trataba, pero tampoco fue capaz de atribuirle alguna razón a su creación, ya que aquel objeto no le tenía a él como autor. Lo que sí cabe mencionar es que en base a esto su mente le remontó a su niñez, cuando su padre aún tenía su tienda de curiosidades y recuerdos modestamente llamada «La Tienda Azul».
Su padre siempre fue un hombre simple, trabajador y honesto, donde su única debilidad era pensar que el resto se asemejaba a él. Así fue como consiguió ser estafado en contadas ocasiones a lo largo de los años; es más, gracias a esto es que aquella caja de corazones de utilería termino en su puerta, tan estorbosa y llamativa como ella sola. El único comentario por parte del padre respecto a esto era que la caja en sí resultaría siendo más útil que su contenido.
En los días anejos al suceso juró y juró que los tiraría, pero lo único que lograba era el escepticismo de su esposa y las risas de su hijo. Con el tiempo el hombre se vio forzado a no poder hacer más que usar su imaginación y su talento como mercante para arreglárselas y lograr vender los artículos poco generosos. Para este fin modifico los corazones en variadas figuras de tal manera que ganaran algo de gracia y de esa forma ser capaz de venderlos al público. Así, poco a poco, logró irse deshaciendo de los mismos. Tardó años en hacer tal cosa y aun con todo su empeño, nunca logró vender dos de las treinta piezas que eran originalmente. La primera de estas sobrantes fue un corazón que en un intento de darle una complexión de persona había terminado en el desastre, y la segunda se trataba de un corazón acribillado con clavos de madera por un lado, y sin nada en el otro. Su esposa siempre le dijo que debería agregarle algo, pero el autor siempre objetó que estaba satisfecho con el resultado. «Un corazón sano es un corazón medio roto» decía como citando a un poeta ilustre.
Todo aquello estaba impregnado en un sucio objeto olvidado tumbado entre cajas y telas, y esto no pudo más que asombrar al hombre pensante sentado en unas polvorientas y rechinantes tablas de madera.
Poco después de esto regresó a la cama, no sin antes usar la rojiza pieza de utilería para detener la puerta y permitir una mínima circulación de frescura en el cuarto.
Esa noche durmió como un bebé. Lo único que a día de hoy no sé es lo que soñó.