Una mañana cualquiera, conformada por los refulgentes rayos de luz que comenzaban a cubrir la totalidad de una ciénaga pintoresca, el cuantioso y dulce rocío, resultado del relente de la víspera, se arrellanaba en el dulce pasto al tiempo que reflejaba la luminiscencia de la alborada en todas las direcciones; de entre los árboles del soto se apreciaba una incipiente bruma, que a paso lento se dispersaba sobre la cristalina superficie de la laguna y las totoras, sagitarias, calas y consueldas se veían envueltas por esta humectante y liviana niebla que se diluía con el pasar de la brisa; un grillo meditaba recargado en la roja y granulosa flor de un aro, ignorando por completo al chorlitejo que le acechaba desde la túrgida rama de un frondoso ahuehuete.
Bajo estos términos tomaba lugar semejante amanecer, aunque también servían de distracción y así omitir un proceso igual de remarcable y bello, pero que pasaba por completo inadvertido. El albor matinal empezaba a calentar los alrededores e inspirar un entorno de frescura y avivamiento: los haces oblicuos del sol caían desparramados aquí y allá otorgando calor a la húmeda vegetación y al espeso cieno. Este subidón de temperatura fue suficiente para iniciar la evaporización del agua de los barrizales y charcos, desprendiendo un humo casi imperceptible. El vapor obtenido asemejaba al vaho del estiércol, aunque denso en menor cantidad y no tan apestoso. Al momento, pero siempre con calma, esta exhalación de la tierra escalaba las corrientes de aire, dirigiéndose hacia el anchuroso cielo. La susodicha transformación de líquido a gas se llevó a cabo a lo largo y vasto de la cuenca, llegando incluso al mar de tranquilas costas y al océano allende la lejanía.
Conforme el vapor ganaba altura se tornaba sometido a corrientes cada vez más frías y poco generosas, pero su ligereza le permitía seguir subiendo de continuo. No obstante, le era inevitable dispersarse de manera paulatina entre la espaciosa atmósfera.
De un momento a otro y sin transición alguna, estas copiosas gotas se encontraban diseminadas en la cima del mundo. Desde esa altitud los valles dejaron de ser valles al mezclarse unos con otros y entretanto aparentaban ser un solo amplio complejo de arboladas, y las ocasionales montañas ya no afectaban tanto el relieve, puesto que su tamaño referente se vio en sumo reducido. Contradiciendo todo pronóstico, aun estando más cerca del sol, el ambiente era insólitamente gélido. No pudiendo salir indemnes, las diminutas motas de agua sufrieron la temible solidificación, es decir, padecieron una metamorfosis que las dejó con la complexión y fisionomía de hielo. Para su fortuna su ridículamente pequeño y liviano cuerpo les otorgaba el don de seguir a flote y continuar con su odisea, sea cual fuere.
El tiempo transcurría, dejando al sol aproximarse al cenit del medio día. Las gotas y piscas de hielo mantenían aquel rumbo que no parecía dirigirles a ningún destino, pero poco sabían que el mundo maniobraría el azar de un modo tan inusitado. De pronto lo advirtieron: un bonche de ellas, acompañadas de polvo y demás moléculas, se aglomeraban en una nebulosa blancuzca y de porte aborregado. Semejaba aquello a una melodía celosamente cuidada y pensada; cualquiera sospecharía de un acto planeado y diseñado explícitamente antes de adjudicarlo a un hecho aleatorio. Pocos dirán, aunque no con un tino errado del todo, que en realidad se trataba de una verdad bivalente, a saber, era el azar y la maquinación, ambas parte de este universo, colaborando para crear algo tan hermoso.
Al poco rato el cielo exhibía la lozana nube, que siendo aún joven trajinaba al paso de los vientos que soplaban por esos rumbos de inaudita altura. Su níveo cuerpo contrastaba el azul de fondo y su voluminosa presencia resaltaba el vacío del aire. Habiendo vivido durante escasas horas, la inocente nube observaba el mundo estupefacta; todo se le antojaba nuevo y desconocido, y cuanto más veía tanto más desarrollaba intriga y se sumía en cavilaciones. Admiró las montañas junto sus laderas; ponderó los lindes del bosque, sin poder explicarse el por qué los árboles tenían esas fronteras arbitrarias; consideró los matices del mar y del cielo, curiosa por saber que les llevaba a tener diferentes tonos del mismo color; incluso llegó a preguntarse, después de tener la oportunidad de ver más de cerca la cúspide de una cordillera, cuál sería la causa de que ella no tuviese sombra. Luego reparó en que por momentos sí contaba con la suya propia, aunque un tanto difuminada y no muy bien definida. Sintió envidia, no tener algo que presuntamente todas las cosas poseían de manera innata se le presentó injusto. «Quizá mi existencia es en parte no disfrutar de una sombra», se dijo para sus adentros más tarde, cuando la luz vespertina ya le arrebolaba el cuerpo.