Miguel estaba en la zona de las verduras cuando la verdad le azotó en la espalda; la misma que rápidamente le recorrió por su sistema nervioso. Dejó el carrito estacionado a un lado del pasillo procurando que estorbara lo menos posible y se dirigió a la salida del supermercado. A pesar de su usual estado de calma, Miguel no pudo aguantar la rabia cuando se encontró a sí mismo enfrente del diluvio con el que el cielo nocturno atormentaba la tierra.
Después de maldecir para sus adentros, tuvo un momento de lucidez. Se acercó a la caja con la inocente intención de comprar un paraguas, pero el motivo por el que interrumpió sus compras momentos atrás le imposibilitaba tal cosa. Sin cartera ni paraguas el hombre se vio con las manos atadas y acorralado contra una esquina. Ya rendido y aceptando su sombría fortuna, había terminado por sentarse a esperar a que el mal tiempo pasase, cuando la realidad le atacó directo en la yugular. Entró en pánico y, con una mente en frenesí, se abalanzó hacia el frío llanto del mundo, al rescate de su perro que le esperaba atado al tronco de un árbol a unos cuantos metros del estacionamiento. Apenas el animal le avistó se puso histérico, saltando de un lado al otro, incitando a su amo a avanzar aún más rápido entre los charcos y la lluvia.
Para cuando llegó al paradero de su peludo amigo, sus ropas le aplastaban por el exceso de agua, de su calzado se desbordaba líquido a cada paso y tenía que respirar por la boca ya que resultaba incómodo y difícil hacerlo por la nariz con toda esa agua deslizándose por su cara. Cuando liberó al canino de su correa aprovechó la ocasión para emprender el regreso a su casa. Corrió las siete cuadras y ya estaba enfrente del umbral de su vivienda. Hurgó sus bolsillos con desesperación neurótica, extrajo las llaves, con las que a continuación se abrió paso al interior del hogar —el perro
siendo el primero en entrar—. Ambos se apresuraron a secarse, cada uno por sus propios medios.
Momentos después el par ya estaba seco y calentándose enfrente del radiador en el comedor. El ambiente era cálido y enjuto, ambas necesidades clave en aquella situación. Se podía palpar la alegría que compartían entre los dos, hasta tal punto que parecía una melodía de tranquilidad.
Su comodidad fue interrumpida al advertir la hora. Faltaba poco menos de cuarenta y cinco minutos para que el supermercado cerrara sus puertas hasta la mañana siguiente, y aún tenía necesidad de abastecer su alacena y el refrigerador para la cena familiar que tomaría lugar en su casa al día siguiente. Sumándole a eso su agenda del día próximo, que estaba repleta de reuniones en la oficina, el problema se redijo a un: «es ahora o nunca». Sin tiempo para reflexionar en una mejor solución, se apresuró a vestirse más apropiadamente para las condiciones climatológicas de aquella noche, agarró el paraguas azul que reposaba a un lado de la puerta y salió nuevamente al exterior, no sin antes hacerse con su cartera.
La tormenta peleaba con menos fuerza, a manera de niño adormitado pasado un berrinche. Miguel ya se podía permitir el caminar con cierta calma, y con esto, prestar atención a su entorno con mayor detenimiento. Las fachadas de los edificios a ambos lados de la calle aparentaban estar cubiertos bajo una cobija de luz de luna gracias a la tenue capa de agua que les arropaba. Los árboles estaban dañados y cientos de sus hojas yacían sobre el concreto y la superficie de charcos y, sin embargo, no podían presumir más vida. Entre las calles ya deambulaban escasos coches, como era esperado para la hora que indicaba su reloj de mano. También notó que de él se trataba el único peatón a la vista. El ambiente ya era disfrutable de nuevo, el aire estaba impregnado al olor inconfundible de la lluvia fresca y un mar de brisas humedecido inspiraba una sensación adormecedora al rosar su frente desnuda.
Entró con prisa, prescindió de todo aquello que estuviera en su carrito que no fuese esencial para la cena del día siguiente y se aproximó a la caja con intención de pagar, cuando sus ojos dieron con una de las salidas principales plenamente abiertas. Pagó de mala gana, desplegó el paraguas violentamente y se encaminó a su casa. El granizo, sustituto parcial de la lluvia, golpeaba la cúpula azul, provocando el sonido más molesto concebible, o al menos así pensó Miguel en su momento, además de que venía acompañado de gélidos soplidos de viento. A la par que caminaba hacía todo en su poder por mantener las bolsas de plástico debajo de la gruesa tela extendida en las alturas.
Al pasar debajo de los árboles frondosos o los sobresalientes de las casas, la tormenta cesaba por breves y apacibles intervalos dentro de sus cercanías. Daba la sensación de que el mundo se frenaba durante instantes mientras él avanzaba entre el tiempo. El efecto logrado era empalagoso, con su sentido seductor y en parte consolador. En extensión consistía en la soledad; la soledad que se antoja porque no se padece; se disfruta y el alma la implora secretamente. La mente descansa y, de forma simultánea, piensa; piensa con pensares que aletean libres cual mariposas en un ático
desconocido, extranjero, intrigante y a pesar de todo, hogareño. Los actos tienen una infinidad mesurable e indefinida de tiempo, la mente surca por imágenes que se cuentan en centenares y sin embargo, se sienten como decenas y se ven como millares.
Casi suelta las bolsas que ahora penden solamente de dos dedos.
Sigue existiendo, pero no para el mundo, sino para sí mismo.
Continúa caminando a través de las calles, pero sus pies están flotando.
Sus ojos sólo existen para las bolas pálidas que truenan en el piso a pocos metros.
Saborea los sonidos, se los traga, y sólo después de digerirlos, les escucha.
El hombre trata de absorberlo todo, tristemente sólo obteniendo lo que es visible.
Se le está tambaleando el paraguas de un lado a otro, la última luz perteneciente a una casa sobre la calle es apagada. Sigue caminando.
El trance acabó cuando el hombre advirtió el haber dejado su casa calles atrás. Regresó sobre sus pasos, entró a la casa con el sentimiento de nostalgia picándole en la nuca, guardó los productos en sus respectivos lugares, se bañó, jugueteó con su perro, y ya sintiendo el sueño, se fue a dormir.Esa noche no soñó, o por lo menos al despertar no contaba con el recuerdo de haberlo hecho.
Instantes después de levantarse un estornudo y, más tarde, otro. Se aproximó al refrigerador para hacerse con el galón de leche. Se le había olvidado la crema.