Prólogo

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Frío.

Todo lo que había a su alrededor era frío. Lo único que sus manos sentían era el frígido tacto de algo cortante, como si de un cristal roto se tratase. Intentó alzar los dedos, concentrando su mente en mover falange por falange, ordenando a su mano acatar el movimiento que su cerebro mandaba realizar. Empero, sus extremidades no contestaron a su mandato. Reiteró la acción con el resto de su cuerpo —desde los dedos de los pies hasta las cejas y las orejas—, sin embargo todo lo que obtuvo fue el mismo resultado: su cuerpo negándose a agitarse.

No recordaba absolutamente nada. No comprendía por qué no podía levantarse, tampoco entendía cómo había llegado hasta esa situación. Dicha condición la estaba acongojando, ya que bien era sabido que a ella le encantaba tener cada ínfimo detalle de su vida bajo control, bien fuese qué ropa se ponía o con quién iba a salir la noche siguiente, la joven de cabello castaño disfrutaba de saber lo que iba a ocurrir al día siguiente.

La muchacha comenzaba a desesperarse, queriendo gritar, deseando llorar. Tan sólo tenía el control de sus descarrilados pensamientos; cavilaciones que cada vez se tornaban más y más descorazonadas. Pensaba —irónicamente— en huir, pero no tan solo de su estado de deficiencia, sino que también le urgía escapar de su vida. Aunque no supiese por qué. 

Sus ojos escanearon agobiados el panorama que la rodeaba. Las ramas desnudas de los árboles sobre ella, dibujando líneas oscuras sobre el negro manto del cielo, patrones que semejaban a cristales rotos. Enfocó sus ojos hacia la lejanía, identificando así que se encontraba tirada en medio de un sotobosque. Intentó buscar algo más con la mirada, elementos que pudiesen indicarle donde se ubicaba, mas sus ojos no lograron distinguir nada que no fuese el profundo color negro que la rodeaba. La muchacha sintió miedo, pues entre su vista cada vez más nublada y el molesto zumbido en sus oídos ella sabía que era una presa demasiado fácil para cualquier depredador que merodease por aquel bosque. Intentó moverse, desesperada, sentir algo. Dolor, silencio, algo. Necesitaba dejar de sentir ese frío que le estaba calando el alma.

Entonces lo notó.

Un tacto áspero y rugoso bajo la palma de sus manos, pequeñas ondulaciones contra la piel de sus desnudos pies. Algo haciéndole suaves cosquillas en la cara. Un hormigueo en las puntas de los dedos. 

Por mucho que se esforzase en pensar, en intentar encontrar una solución lógica a su estado, no podía. Su mente estaba totalmente en blanco, en algún lugar lejano al que se encontraba su cuerpo en ese momento. Y no había cosa que más la frustrase.

Silbido.

Crugido.

Vibración.

De no sentir nada, pasó a sentirlo todo. Sus sentidos se estaban colapsando con el bombardeo de roces que sentía en su piel. Eso sin contar las miles de sonidos que se quisieron hacer notar en ese momento, decidiendo dejarla con un constante y molesto pitido en sus oídos. En su espalda se clavaban miles de pequeños bultos; sus muslos estaban sobre una superficie gélida y rugosa. Su cabeza por el contrario se encontraba sobre una superficie mullida y generosamente empapada. Fue entonces cuando comenzó a darse cuenta de que todo su cuerpo estaba siendo lamido por unas parsimoniosas ondas de agua. Sustancia fría que la estaba haciendo temblar bajo la intensa mirada de la luna.

Pasos.

Gritos.

Ladridos.

En aquel momento lo comprendió todo. Lo que presionaba contra su espalda eran piedras, los guijarros y pedruscos típicos de los fondos de los ríos. Se encontraba tirada en la orilla de un río, mas por qué. ¿Por qué estaba allí, sin poder moverse?

Cuando el constante aullido del viento le devolvió los gritos y los ladridos, la mujer comenzó a gritar. Gritó todo lo que pudo, desgarrándose la garganta en el proceso. Utilizando al máximo sus cuerdas vocales. Voceó durante lo que le parecieron mil vidas,  mientras las inclemencias de su condición la debilitaban. Intentó por todos los medios sacudirse, hacerse oír mejor. 

Sin embargo nadie la escuchó, pues su voz no salía. Fue entonces cuando desesperó, cuando se creyó morir allí. Lágrimas calientes salieron de sus desesperados ojos castaños, los cerró. Negándose a ver la realidad de su vida, de sus últimos momentos respirando. Lamentándose por todo lo que nunca podría hacer.

Reír. Envejecer. Enamorarse. Vivir.

— ¿Pero qué...

Y entonces todo se apagó.

La segunda vez que su mente se desconectó no sintió frío, tampoco esa sensación de angustia anterior caló en sus huesos. En su mente no cabía más lugar para todo aquello que no fuese una sensación de espesura, como si se estuviese hundiendo en un mar de espuma que no le permitía salir a flote, un vasto mar blanco que la empujaba más al fondo con cada nueva brazada que intentase dar, renegándole así el derecho de respirar.

Todo se había apagado en su vida. Ya no había buenos ni malos, frío o calor, mucho menos iban a hacer su aparición el dolor o la alegría. Su vida se desvaneció una vez más entre sus carnosos dedos, privándola de la oportunidad de experimentar algo que no fuese negro.

Todo lo que sintió a partir de ahí fue la temible sensación de hundirse en la oscuridad. Y lo peor fue que en el fondo de su ser algo le gritaba que esa sensación no se iba a acabar nunca.

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