Capítulo VII Shitamalca (1890-1891)

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Dice Hermelinda Bautista Espinar: por el día de mi cumpleaños papá construyó para mí una hermosa casita cercada de rosales a unos cien metros de la casa-hacienda. Mi casa posee la forma de un retablo, es blanca y tiene dos pisos y un balcón de madera torneada pintado de verde. Se encuentra en un lugar limpio, libre de mukis y lo suficientemente elevado como para poder vigilar desde ahí las chacras. Casi al lado, en una vivienda de adobe revestida de barro, se había instalado hacía poco la familia de Cristóbal Sánchez, uno de nuestros mejores pastores, que había venido desde la jalca shitamalquina con el fin de trabajar en los anexos de La Hierbabuena y de La Pampa. Desde que Cristóbal salvó a mi hermano Manuel de las bayonetas iglesistas papá lo trataba como a un hijo suyo, incluso se empeñó en que el muchacho fuera a recibir las primeras lecciones en la enorme escuela que se levanta al otro lado de la quebrada. Recuerdo la primera vez que vi de cerca a Cristóbal Sánchez. Acababa de abrir las ventanas del segundo piso de mi casa cuando lo descubrí encaramado en el techo de tejas de su vivienda de adobe. Él estaba en cuclillas y solo pude ver la mitad de su rostro, pero algo me dijo que se había dado cuenta de mi presencia: sus movimientos eran sumamente cuidadosos y muy lentos. ¡Quería hacerme creer que estaba concentradísimo alineando las tejas! No pude dejar de notar que tiene una figura perfecta... Parece estar hecho de una piedra clara y lustrosa. Es un cholito de mediana estatura, lleva el cabello cortado al rape, lo que resalta la hermosa forma de su cuello. Tiene las cejas retintas, gruesas y altas, los ojos achinados y las pestañas tupidas. Hay algo en su rostro que transmite una alegría soleada, serena, luminosa. Una bondad casi sobrehumana. Se mueve de manera elegante y segura, con mucha suavidad, como si su cuerpo no tuviese peso alguno. Parece «pensar» con el cuerpo. Aunque es de una delicadeza extrema, se ve enseguida que está acostumbrado a los trabajos más rudos. Sin duda ha asumido labores muy pesadas desde la infancia, quizás por eso es tan digno... Cristóbal se volteó a mirarme. Entrecerró los ojos, como si quisiera guardar la imagen de mi rostro en su mente. Él es más hermoso que las aves blancas que habitan en el Árbol de la Vida. No sé cuántos segundos permanecimos así, contemplándonos, con la boca abierta. Le sonreí para darle ánimos, pero él se bajó de un salto del techo y vi cómo su poncho blanco se asomaba dentro de la casa de adobes. Con la prisa había dejado una teja mal colocada; gracias a ese feliz descuido pude oír en adelante todas sus conversaciones. Su voz nasal me acompañaba a toda hora, tenía la impresión de que nos espiábamos mutuamente. Yo, luego de ayudar a mi padre por las mañanas en las diversas tareas de la hacienda, en las que nunca coincidía con Cristóbal, pasaba la mayor parte del tiempo en la casita de los rosales, sentada frente a un escritorio, cerca de la ventana. Leía libros de coplas y novelas extrañísimas mientras bebía grandes cantidades de chocolate. Desde mi habitación solía escuchar la alegre cháchara de Cristóbal, quien vivía con su madre (una mujer buena pero estricta llamada Luisa) y su hermana mayor. Lo que más me gustaba de él era que siempre estaba contento, siempre lo oía reírse de un modo que hacía pegar gritos de susto a los innumerables pavos, gallinas y cuyes que criaba su familia. La risa de Cristóbal mezclada con los gritos alborozados de los animales aceleraba mi sangre. Mi ser se llenaba de luz, de una liviandad infinita... Mi alma subía muy rápido y luego caía, despacio, en un pozo lleno de claridad. Nunca me sentí sola en la casita del rosal; la risa de mi vecino se paseaba por mi dormitorio y luego me seguía por todo el caserío.

 Nunca me sentí sola en la casita del rosal; la risa de mi vecino se paseaba por mi dormitorio y luego me seguía por todo el caserío

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