EPÍLOGO

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Capítulo 0: Paradero.

Italia es, quizás indudablemente, el lugar más risueño jamás poblado en la actual Tierra: su atmósfera de inmortal amor que irradia de sus bares, de su gente; las incesables melodías que dan vida al fuego de las calles y la glamurosa, deslumbrante, perspectiva de la, aun cara, moda.

Allí donde los clanes silicianos comerciaban con los peninsulares, el aire olía a una fuerte mezcla de café y porro recién liado, encendido. Entretanto, parecía que faltaba oxígeno que aspirar en aquel amañado local: el papel de pared estaba desgastado, mostrando la madera cubierta y podrida, y restos de ventanas de rombos coloreados yacían polvorientas sobre el descuidado suelo, cuyos tablones se empezaban a soltar. Cada paso suponía un crujido, ensordecido por las voces masculinas y la música que hacía a las lámparas temblar.

Se sentó en un sofá rojo, tal y como los demás del lugar, y rebuscó en sus bolsillos traseros aquel paquete de tabaco que una vez guardó al salir de otro de esos casinos en los que el amanecer no existía. Se sentía exhausto tras aquella partida de poker en la que había ganado uno de los grandes, que había guardado en el bolsillo oculto de su chaqueta.

Con el mechero que guardaba en la chaqueta, lo encendió. No tardó en sentir dos ligeros pesos a sus dos lados, figuras femeninas que se movían cual serpiente amenazando por tomar a su indefensa presa. Una de ellas acercó su rostro al de él mientras la otra mujer mancillaba sus labios con el pulgar, inquieta. La chica tomó su mano antes de que guardara el paquete de nuevo, abriéndolo y sacando el último de los pitis. Con él entre dedos índice y medio, tiñiendo la boquilla del mismo de ese tentador pintalabios rojo, juntó sendos cigarros, encendiéndolo también.

—De nada.—dijo, intentando mirar a través de las capas y capas de maquillaje que cubrían el rostro de la infeliz joven. Tenía una peluca que brillaba en reflejos falsos bajo las luces cálidas, dando una impresión del plástico del chino.

Ella sonrió, soltándole el humo en la cara, él sin inmutarse. Se giró a la otra chica, que parecía rendirse de toquetearle por fuera de la camiseta. Ambas con ropas ajustadas y pantalones cortos, se movían en un sincornizado caos que le ponía los pelos de punta.

Debería parecer ahí un crío, pues todos aparentaban más de treinta tacos con sus camisas blancas, el pelo canoso echado hacia atrás y la droga más cara del país, y él con la chupa de cuero, su Malboro y sus gafas de sol, en plena noche, subidas sobre la cabeza. Había intentado quitárselas hacía rato, pero no lo apetecía pelearse por soltar el mechón de pelo blanco teñido que se había quedado enredado en las plaquetas de la nariz, otra vez.

La voz de la otra chica, de ojos azules y con un tatuaje en números romanos sobre su clavícula, le habló al oído; la música había sido subida.

—¿Extranjero, muchacho?—consiguió su atención girándolo por el mentón, y él, desorientado, sonrió negando.

Hubiera deseado mentir en un asentimiento, pero su voluntad se la volvió a jugar. A pesar de las cosas que había sido capaz de hacer, la verdad siempre se anteponía a la hora de hablar.

—¿Has sobornado al portero para colarte, chico?—dijo la otra. El hecho que lo llamara chico alteró sus nervios, más que nada porque quizás ella era más joven.

Antes de que pudiera sujetar su cigarro para no hablar con obstáculos, la misma se lo arrebató y le pegó una breve calada sin permiso alguno. No sabía cuánto lo llevaba necesitando. Habiéndola mirado con altividad, dijo:

A qué teme el león Donde viven las historias. Descúbrelo ahora