2: Vera.

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            Ambos se encontraban en la puerta del piso que, por decisión de Killian, ya no le pertenecía. Se preguntaba, confusa, el porqué del comportamiento de su novio...o ex; la culpa empezaba a rondarle la cabeza y la acusaba de algo que no era problema suyo. En el bordillo de la puerta principal, tirados en la calle, tocando al portero como manifestación de arrepentimiento respectivo a cada uno de ellos, esperando con toda fuerza que todo formara parte de una broma de mal gusto y que los dejara entrar. Numerosas veces él intentó sacarla de sus pensamientos, sin éxito.

        La cara de Delilah reflejaba preocupación y la de el adolescente, impaciencia. Quería irse y olvidarlo todo, pero se había colocado a él mismo la responsabilidad de que la echaran de casa a pesar de haber pasado por cosas similares con familias de acogida. Ambos sin saber qué hacer ante el panorama, Delilah por su destitución y el sin techo, por haber alterado la relación de otros, fue él el que habló:

        —Supongo que tendremos que apañárnosla para salir al flote—dijo mientras una sonrisa incómoda salía de su boca, un leve atisbo de despreocupación a medias.

         —¿Cómo tienes huevos a decir eso? Me acaban de echar de casa por...por no echarte—tenía los ojos vidriosos, pero no era capaz de romper a llorar. ¿La incertidumbre, podría ser? ¿La ira que se le estaba acumulando de verlo respirar tan tranquilamente. Daban ganas de pegarle.

          Él se encogió de hombros. Se mostraba maduro quizás para reconfortarla de una manera u otra, pero en el fondo seguía siendo un niño desamparado, un niño que a la mínima que diría haría explotar al mundo con cualquier estupidez. Por lo que había dicho ya y la confianza 

          —Oye, lo de que a lo mejor me he equivocado de piso era verdad. 

           —Pues allá tú, yo me voy.

           Él pareció calumniar por lo bajo.

           —Oh, vamos—insistía—. ¿Cómo seré capaz de encontrar a mi hermano yo solo?

           —Chico, deberías haberlo pensado antes de lanzarte—respondió Delilah con esas afligidas palabras.

            Él agachó la cabeza en un puchero, los rayos meridianos del sol impactándolos de lleno, formando, sin querer, sombras en la cara del chiquillo. Así, sus fracciones se marcaron con acidez en su expresión, encendiéndole a la ya adulta mujer la llama de la duda por ayudarle.

           —¿Qué gano a cambio?

          —Yo, bueno... No tengo dinero que darte. Apenas llevo ropa tampoco.

          El pobre sintió su derrota en la parte más íntegra de su alma. Cejijunto, con ese gesto de interesante que tanto hizo gracia a Delilah, comenzó a dar alternativas a su trato.

            —Ya te vale, enano. Era una broma—le dedicó una sonrisa sobrecogedora; acto seguido, juntó su mano con la de él, firmando un trato con esa mirada desafiante y café de él para encontrar a su familiar perdido.

             Y, en vez de dar las gracias por su hospitalidad, dijo:

           —Es un placer trabajar conmigo. Contigo, digo.

            —Mi nombre es Delilah, ese es mi placer. ¿Y tú qué?

            —Pues yo tengo hambre—le hizo saber, mas casi lo digo para él mismo. Bajó la vista, como disimulando que lo había dicho, a su móvil; había vuelto a iniciar ese maldito juego de Pokémon.

  ♠  

              Se pasaron un buen rato buscando un restaurante donde comer sin que se le fuera la pasta a ella también. No exagerarían si dijesen que se patearon toda la ciudad en busca de un trozo de pizza que consumir, pero conforme el tiempo pasaba sin victoria alguna las ganas de una pizza entera por cabeza no hacían más que crecer. 

              Finalmente desembocaron en un triste y lleno de grasa restaurante de comida rápida. Pese a su apariencia exterior, un poco abandonada, no tuvieron otra que pedir allí su almuerzo si no querían morir de hambre, sed y cansancio. Fue entonces cuando optaron pedir por el autoservicio: más rápido, menos lioso.

              De todas formas, se lo podrían haber ahorrado y entrar al mostrador del laberinto que se habían montado para pedir un par de menús y bebidas. Al parecer, lo eficiente no les iba a los dos si de una decisión se trataba; se entreveían de una manera realmente ridícula.

          Cuando su comida estuvo lista, la recogieron una vez Delilah pagó todo, pues resultó ser verdad que el pobre era realmente pobre. Qué iba a hacer solo si no se venden pelusas de los bolsillos, que era lo único que tenía. 

           Al cabo de unos diez minutos, Luka se echaba hacia atrás en el sofá de piel de terciopelo que daba un calor de cojones. Le había caído un poco de tomate en el filo de la camiseta, cosa que arregló remetiéndosela por el pantalón. Eso, irónicamente, sí que era rápido, fácil y para toda la familia. Lleno su estómago de hamburguesa y patatas capitalistas, pensó en pedir un par de helados de postre, cosa que solo se quedó como idea disparatada después del atracón. 

          La diligencia con la que había engullido la comida no llegaba ni a normal, a la vista de Delilah, cuya fama era de comer con calma para, luego, una siestecilla. Se preguntó si ese incomprendido adolescente había comido algo en los últimos días.

           —¿Tu nombre era...?—trató de recordar, acariciando su abdomen abultado por lo que acababa de comer. Reprimió un leve eructo; luego, miró a la calefacción del techo. Las paredes, por otro lado, estaban lisas en un beige blanquecino que parecía recién pintado.

           «Esto llega a tener gotelé y me faltaba rascarme la espalda», se hablaba a sí mismo. Cerró los ojos, precisamente por el bajón de la panzada que se había metido en el cuerpo, panzada que podría haber probado por primera vez.

            —Delilah—tosió para ver si el chico abría los ojos. Algo de respeto, ¿no? Que le está hablando y él pasando. 

             La reacción fue predecible: los abrió, pero haciendo que se arrepintiera de llamarle la atención; tenía una ceja levantada y una mirada intimidante le fue consagrada. 

              —Tienes cara de Vera.

              —Mira qué pena que me llamo Delilah.

              Él negó, la lengua siendo chasqueada repetidas veces contra su paladar en el tiempo que se echaba hacia delante, abrazándose a sí mismo, para escrutarla mejor.

               —Tienes cara de Vera, te lo juro.

                Delilah rodó los ojos, él los achicó en una sonrisa. Ninguno parpadeó, cayendo en una tenaz guerra de miradas en la que se rifaba una última patata.

                 —Vas a ser Veeera para mí, Veeera...—satirizó él las populares manipulaciones mentales que los magos efectuaban sobre las personas más supersticiosas, presas de su engaño.

Terminaron la conversación cuando ella apartó la mirada al escuchar aquella última frase. No entendía como podía ser más listo que ella.

             

  

















A qué teme el león Donde viven las historias. Descúbrelo ahora