Leandro

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Sólo conseguí sacarme aquella alarmante revoltura de estómago cuando Emma desapareció de mi vista tras las puertas del Salón de Actos, donde Axel esperaba a todos los becados para darles una charla sobre cómo comenzar con buen pie en el Michelangelo.

La chica tenía algo en aquellos comunes y profundos ojos marrones que me erizaba la nuca. Durante todo el camino había estado absorta en su mundo, mirando aquí y allá como si todo fuese demasiado grande, royéndose las pocas uñas que aún tenían algo que arrancar, al parecer, sin escuchar una palabra de lo que mis amigos le contaban.

Era tan raro para mí verla allí, preocupada por anotarse en el mayor número de asignaturas aburridas que podía, manteniendo aquella presencia tan fuerte y seria dentro de un cuerpo tan pequeño; ocultando lo excepcional de su arte a pesar de tener las uñas aún un poco manchadas de pintura naranja... Resultaba agotador sólo de verla.

Por alguna razón me había sentido complacido cuando Axel le había planteado el entrar a clase de Dibujo, lo cual estaba totalmente fuera de sus planes, y juraba que casi había podido ver cómo su cerebro intentaba encajar aquella nueva meta en su cuadrada agenda de vida como si de un ordenador se tratase.

¡No lo entendía! ¡Era evidente que aquello era justo lo que necesitaba! Relajarse, hacer algo divertido, algo que le gustase de verdad, o tal vez, como el abuelo decía, probar cosas nuevas. Ella fruncía cada vez más el ceño y yo quería alisárselo con el dedo.

Sin saber muy bien el por qué o en qué momento, me había propuesto a mí mismo el reto de mostrarle a aquella niña lo que se estaba perdiendo, el lado divertido de la vida; de modo que sugerí que se apuntase también a Fotografía, donde yo era obligado a participar desde primer año para que mi abuelo pudiese vigilarme mejor.

¡Por alguna razón, yo había sentido la inquietante necesidad de sacarla de aquel aburrimiento de vida que parecía absorberla! De ayudarla a que se lo pasase bien, ¡como yo! Y, sin embargo, cuando el abuelo había aplaudido mi idea, ella me había fulminado con la mirada, preguntándome, sin necesidad de hablar, si quería volverla loca; y luego, mientras que Axel le explicaba lo brillante de aquella opción, se había perdido en su mente cuadrada de nuevo, como lo estaba en aquel momento, con una arruga de preocupación marcando el comienzo de su ceja derecha, ajena al tour que le dábamos.

¡Estaba consiguiendo ponerme de los nervios! ¡Iba a conseguir que le sangrasen los dedos con tanto mordisco!

Entonces se me ocurrió. ¿Cuál era el lugar favorito de un empollón? La biblioteca. Y por suerte la del Michelangelo era grande y bastante bonita a mi parecer. Axel me había mandado allí a limpiar y organizar libros varias veces, como método de castigo.

La uña anular de su mano izquierda había quedado ya reducida a su mínima expresión y antes de que fuese a por el meñique le agarré la mano, sintiendo de nuevo aquel extraño y molesto choque eléctrico.

— ¡Ay! —Al igual que yo, Emma se apartó rápidamente, frotándose la mano y juntando sus finas cejas oscuras en una graciosa mirada reprobatoria.

¡Como si yo provocase aquello queriendo! Además, ¡a mí también me había dolido!

—Bueno; ya sabéis lo que dicen de los polos opuestos... —Comenzó Thom, dándome pequeños codazos en el costado haciendo reír a los demás.

Sentí que algo comenzaba a culebrear dentro de mi estómago y que mis mejillas subían de tono de repente.

Seguramente me había sentado mal la comida, o era la estupidez de Thom, que ya se hacía notar incluso en el cuerpo de los demás.

—Hey, chicos, vamos... —Lo corté, alejándome de él y sus molestas insinuaciones.

Sin embargo, no pude evitar darle un breve vistazo a Emma, que se había escondido detrás de su espesa melena castaña, apretando con fuerza la carpeta sobre el pecho, preguntándome si el tonto comentario le habría incomodado.

Mariposas cobardes  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora