1898 - Capítulo 1

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El calabozo era un lugar frío, anodino y aburrido, apenas iluminado por una bombilla conectada a un triste cable que bailaba en el aire, al son de las olas que mecían el crucero Infanta María Teresa. Solamente las goteras de una tubería mal sellada, rompían el silencio. En su interior, dos prisioneros aguardaban sentados en el suelo, recostados contra las paredes del calabozo. Uno era alto, delgado, de rasgos suaves, de cabellera abundante y bigote arreglado. Portaba un anillo dorado, embrutecido por el paso del tiempo, con extraños y elaborados símbolos, en el dedo anular de su mano izquierda. Sus ojos, de color indeterminado, estaban ocultos tras unos anteojos, pero su mirada transmitía la seguridad y la confianza de quien sabe que va a salir del lio en que está metido. El otro era bajo, corpulento, ligeramente tostado por el sol, con la cabeza completamente rapada y con una desaliñada barba de chivo. Sus ojos eran apenas una delgada línea horizontal en su rostro, debido a que procedía de las lejanas costas de Asia, y lo que transmitía su mirada era... hastío y aburrimiento.

—Kato, ¿podrías ayudarme a hacer memoria y decirme cuantos días llevamos encerrados? —preguntó el hombre de los anteojos, mientras se sacaba el anillo y se masajeaba el dedo anular.

—Cuando dice "encerrados", ¿se refiere expresamente a aquí, en este navío, o la pregunta hace referencia desde el accidente en el que explotó el otro navío? —respondió con una pregunta el hombre de rasgos orientales.

—¡Kato! ¿Ya me estás liando otra vez? —preguntó el hombre de los anteojos.

—¡Nada de eso, señor! Veamos... déjeme que lo piense un momento —Kato levantó las manos y comenzó a contar en voz baja, ayudándose de sus dedos, y repitiendo la operación varias veces para asegurarse. Tras unos minutos de especulación matemática, el asiático contestó—. Creo que tres meses y diez días... u once... no estoy seguro.

—¡Dios! ¡Y yo que pensaba que llevábamos un siglo encerrados en esta lata de sardinas! —exclamó el hombre de los anteojos.

—Bueno, técnicamente, apenas llevaremos una semana metidos aquí, en este crucero, señor. Antes del traslado, lo pasamos en los calabozos de la Habana, así que...

—¡¿Pero no te he dicho que no me líes?!

—¡Perdón, señor!

Al otro lado de la celda, se escuchó un ruido. Alguien metió una llave en la cerradura del calabozo y a continuación la giró. En ese momento, el hombre de los anteojos se colocó el anillo de nuevo. La puerta se abrió hacia afuera, lenta y pesadamente. Después, unas figuras entraron en el calabozo. Eran dos marineros, jóvenes, casi adolescentes, los que se presentaron ante ellos.

—¡Prisioneros, en pie y extiendan las manos! —gritó uno de los jóvenes marineros. El hombre de los anteojos y el asiático obedecieron, se incorporaron y juntaron las dos manos frente al marinero que les habló. El marinero sacó un par de esposas del bolsillo y se las colocó en las muñecas a cada prisionero—. ¡Sígannos!

El grupo salió del calabozo y recorrieron los pasillos del Infanta María Teresa, esquivando marineros, oficiales e ingenieros, que iban de aquí para allá, con paso firme pero incapaces de ocultar su nerviosismo y desasosiego.

—Parece que la cosa está movidita —comentó el asiático.

—Dígame, oficial, ¿ya se han decidido por liberarnos y dejar correr este asunto? —preguntó el prisionero de los anteojos.

—Nada de eso —respondió el marinero que les había puesto las esposas—. Ustedes vuelven a la sala de interrogatorios.

—¡¿Otra vez?! ¡Pensaba que ya habíamos aclarado todo ese asunto!

1898Donde viven las historias. Descúbrelo ahora