Capítulo 1

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«Fue cuando comprobé que hay murallas que se quiebran con suspiros y que hay puertas al mar que se abren con palabras.»

RAFAEL ALBERTI


(POV Sanji)

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(POV Sanji)

Escuché su pata de palo golpear las losas del suelo, mucho antes de que la puerta de doble hoja metálica se abriera con estrépito, llegando incluso a rebotar con fuerza contra la pared.

Me giré hacia él y, a pesar de la cantidad asfixiante de camareros, pinches y chefs que no paraban de pulular entre nosotros, no tuve problema alguno en verlo escanear la estancia con su típica mirada escrutadora y su sempiterno ceño fruncido, mientras mantenía abiertas las puertas con ambas manos.

No tenía muchas dudas sobre la persona a la cual parecía buscar, y cuando sus ojos chocaron con los míos, las pocas que llegué a conservar se desvanecieron como el humo. O sea, sólo había que fijarse en el brillo iracundo de aquellos orbes azules (tan parecidos a los míos y, a la vez, tan diferentes), que había aparecido al instante siguiente de localizarme.

-¡Berenjena! ¡A mi oficina! ¡Ya!- exclamó, haciéndose oír por encima del estrépito de los gritos con forma de comandas, los platos, las cacerolas, las sartenes, el sonido acuoso de las sopas, el crepitar de los fuegos, el suave chisporroteo de los salteados,... El viejo cascarrabias tenía esa especie de habilidad, sobre todo cuando estaba enfadado. Lo que parecía ser el caso.

Clavé mi cuchillo en la tabla, dejando el ajo a medio cortar, cosa que mandé finalizar al primero que pasó por mi lado. En un día normal, no dejaría que cualquier pringado, fuera o no mi compañero en el restaurante, tocara la obra de arte que yo estaba creando, pero aquel no era un día normal y era mejor no cabrear de más al viejales.

Me crucé de brazos, recostándome en uno de los sillones de cuero gris que había en la oficina del viejo, observando cómo se paseaba frente a mí, de un lado para otro. No sabría decir qué me ponía más nervioso: si su mirada incómodamente fija en mí, sus paseos delante mis narices o el golpeteo incesante, y algo incordiante, de su pata de palo (había tenido la oportunidad de reemplazarla por una de esas piernas sintéticas, pero se había negado alegando que no iba a cambiar un viejo recuerdo de su juventud por la tecnología y la seguridad de poder caminar sin cojear de manera vistosa).

Cuando pasó un largo rato, en el que era el silencio, espeso e incómodo, el único que se imponía, perdí la paciencia y exploté:

- ¿Vas a seguir dando vueltas como un viejo loco, o me vas decir de una maldita vez para qué me has sacado de la cocina y me has obligado a dejar mi plato a medio hacer?

Juro, por todo aquello en lo que creo y quiero, que nunca, jamás, se me va a olvidar la expresión que adquirió su curtido, y algo arrugado, rostro en ese momento. La frialdad había abandonado sus ojos, así como la severidad a su semblante; sólo quedaba la sorpresa... y un dolor tan poco perceptible que, cuando caí en la cuenta de este, ya era muy tarde, pues solo lo pude captar en mis recuerdos, mucho tiempo después.

Por el día de nuestra muerte [ZoSan]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora