7. El legado Peabody

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No conocí a mi bisabuelo, Asaph Peabody, a pesar que tenía ya cinco años cuando él murió en su vieja y vasta propiedad al noroeste de Wilbraham, Massachusetts. Recuerdo vagamente que en mi niñez estuve allí, en la época en que el viejo estaba enfermo; mi padre y mi madre subieron a su habitación, pero yo me quedé abajo, con la niñera, y nunca le vi. Decían que era rico, pero las riquezas con el tiempo pasan, puesto que incluso la piedra es mortal, y ciertamente no es de esperar que el simple dinero soporte los estragos de los impuestos que, cada vez mayores, menguan un poco las fortunas con cada muerte.

Y hubo muchas muertes en nuestra familia, después de la de mi bisabuelo en 1907. Dos de mis tíos murieron: a uno lo mataron en el Frente Oeste, el otro se hundió con el Lusitania. Como un tercero había muerto antes que ellos, y ninguno de los tres se había casado, la propiedad recayó a la muerte de mi abuelo en 1919. Mi padre no era un hombre del campo, aunque casi todos sus antepasados lo fueron. No le atraía la vida rústica, y no hizo ningún esfuerzo por interesarse en la propiedad que había heredado, aparte de usar el dinero de mi bisabuelo en algunas Inversiones en Boston y en Nueva York. Mi madre tampoco sentía la menor atracción por la zona rural de Massachusetts. De todos modos, ninguno de los dos consentía que se pusiese en venta. Sólo en una ocasión, al volver de la Universidad, oí proponerlo a mi madre, y mi padre cambió de tema; recuerdo su repentina frialdad -no se me ocurre palabra más exacta para describir su reacción- y su extraña referencia al “Legado Peabody”, y sus cuidadosamente medidas palabras:

-Mi abuelo predijo que alguien de su misma sangre recobraría el Legado.

Mi madre preguntó desdeñosamente:

-¿Qué legado? ¿No lo gastó casi todo tu padre?

A lo que mi padre no dio respuesta alguna, quedando la cosa en que existían buenas razones por las que la propiedad no podía venderse, como si alguna ley lo prohibiese. Aun así, nunca iba por la Propiedad; los impuestos estaban pagados regularmente por un tal Alan Hopkins, abogado de Wilbraham, que además enviaba informes periódicos a mis padres. Pero ellos los ignoraban y rechazaban cualquier sugerencia respecto a “mantener en buen estado” la propiedad sosteniendo que eso sería “tirar dinero bueno”.

La propiedad estaba abandonada; y así continuó. El abogado había intentado alquilarla en alguna que otra ocasión, pero ni siquiera un florecimiento temporal de Wilbraham trajo inquilinos estables, y la propiedad de los Peabody quedó a merced de las inclemencias del tiempo y del paso de los años. Se hallaba, por lo tanto, en un triste estado cuando la heredé yo a la muerte de mis padres en accidente de automóvil, en el otoño de 1929. Con la llegada de la Gran Depresión se produjo una sensible pérdida de valor de las propiedades. Decidí, pues, vender mi casa de Boston y acondicionar la de Wilbraham para vivir en ella. No necesitaba más, pues mis padres a su muerte me habían dejado lo suficiente para abandonar mi carrera de abogado, que siempre me exigió más meticulosidad y atención de las que yo estaba dispuesto a dar. Pero ese plan no podía llevarse a cabo hasta que una parte por lo menos de la vieja casa estuviese arreglada para poder ser habitada de nuevo. La vivienda en sí era el producto de muchas generaciones. Había sido construida en 1787. Era una casa colonial, de severas fachadas, con una segunda planta sin acabar, y cuatro impresionantes columnas en la entrada. Con el tiempo, ésta se convirtió en la parte central de la casa, el corazón, como si dijéramos las generaciones alteraron su aspecto y añadieron varias cosas: primero una escalera y un segundo piso; luego varias alas, de modo que en el momento en que decidí trasladarme allí era una enmarañada estructura, que ocupaba cerca de un acre, sin incluir jardines y terrenos tan irregulares como la estructura de la casa.

Las severas líneas coloniales se habían amortiguado por obra y gracia del tiempo y de los posteriores constructores poco respetuosos. La arquitectura había dejado de ser algo puro, y en ella se combinaba un tejado a la holandesa con otros de estilos diferentes, ventanas pequeñas con otras grandes, cornisas de elaboradas figuras con otras sin esculpir. En conjunto, la impresión que daba la casa no era del todo desagradable, pero a cualquiera con cierta sensibilidad arquitectónica le parecería un lamentable conglomerado de estilos y ornamentaciones. Esa impresión se veía suavizada por los inmensos olmos y robles que rodeaban la casa por todas partes, excepto por el jardín, ocupado por las rosas, abandonadas a su propia suerte desde tanto hacia tanto, y los abedules y álamos que crecían entre ellas. El efecto que producía la casa era, aparte del descuido y de los diversos estilos, de una desteñida magnificencia, e incluso sus paredes despintadas armonizaban con los grandes árboles que la rodeaban. La casa tenía nada menos que veintisiete habitaciones. De estas, seleccioné tres en la zona sureste, para ser reconstruidas, y durante todo el otoño y parte del invierno iba desde Boston para observar cómo progresaba la reconstrucción. La vieja madera, al ser limpiada y encerada, recobró su bello color. La instalación de la electricidad acabó con la triste oscuridad de la casa. Sólo el retraso en la instalación de agua corriente impidió que me trasladase a vivir allí antes del final de ese invierno. El 24 de febrero pude instalarme definitivamente en la ancestral residencia de los Peabody. Durante 1 mes estuve ocupado con los proyectos de obras para el resto de la casa, y aunque en principio había pensado derribar algunas de las partes añadidas en otras épocas y dejar simplemente la estructura inicial, pronto abandoné esta idea y decidí dejar la casa tal como estaba. Era evidente que en ella había un cierto encanto, debido indudablemente a la marca dejada por las generaciones que la habitaron, y al paso de los acontecimientos que allí transcurrieron.

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