Cuando cumplí los once años, mi tío ya tenía un pie en la tumba y otro en el bar. Aunque la forma en que bromeaba sobre su salud, me hacía pensar que él era perfectamente consciente de que cada copa le llevaba un metro más profundo bajo tierra.
Cuando me quise dar cuenta, habían pasado semanas desde que no se le veía ni en el bar que más frecuentaba. De hecho sus amigos ya ni lo mencionaban. Me costó mucho preguntar por él, porque asumí que si nadie le daba importancia sería porque realmente no la tenía.
La respuesta que recibí cuando le pregunté a mi padre qué había pasado fue de lo más escueta. Me dijo que estaba de vacaciones. De vacaciones en un sitio muy alejado.
Sin siquiera saber a dónde había ido decidí creerlo. Pero a medida que pasaba el tiempo, me preguntaba si las vacaciones podrían durar tres, cuatro, o cinco meses. Sobre todo conociendo a mi tío, el cual siempre me había hablado de lo mucho que odiaba viajar.
Pero claro que viajó. Más lejos de lo que yo me esperaba. Pasando por el cementerio del pueblo y la incineradora, para terminar en una urna de cerámica hecho cenizas. Realmente las urnas funerarias son muy caras. Mi abuelo dijo que no lo merecía, pero nadie le hizo caso.
Sí, cinco meses fueron los que necesité para ser consciente de su muerte. Y seis para adivinar las razones de ésta. Es más, toda una vida he necesitado para entender porqué nunca fui informado de ello.
Cinco meses tardé en descubrirlo, pero ningún miembro de mi familia quiso que tardara menos. Y sinceramente, ni siquiera estoy seguro de que yo mismo tuviera la intención de averiguarlo en aquel momento.
Fue un error, la verdad. Me arrepentí tanto o más que mis padres de escuchar aquella conversación. Descubrir la muerte de mi tío no era algo que andara buscando cuando puse el oído en la puerta. De hecho, recuerdo que faltaban unos días para Navidad, y lo único que pretendía era escuchar a mis padres hablar del escondite de los regalos. Porque por aquel entonces, yo tenía unos doce años recién cumplidos, y puedo asegurar que lo último que esperaba escuchar fue aquello que dijo mi padre.
— Es un gasto innecesario — anunció su voz desde detrás de la puerta. Y me dio a entender, sin él saberlo, que hablaban de mis regalos de Navidad.
— ¿Acaso no tienes ningún respeto por tu hermano? — preguntó mi madre alzando la voz más de lo necesario. Entonces el tema de conversación había cambiado; ya no hablaban de regalos. Al menos no de los míos.
— Claro que tengo respeto por mi hermano, lo que no tengo es dinero para mantener la tumba. Mis padres y Laura están de acuerdo con ello, toda la familia lo está. No nos lo podemos permitir, la funeraria nos está arruinando — respondió mi padre, de alguna forma alzando la voz más que mi madre e intentando bajar el tono de forma inútil al decir la última frase. Como si acabara de darse cuenta de que podría haber un niño de doce años escuchando hablar de tumbas y funerarias desde detrás de la puerta.
— Baja la voz, David. Y cálmate, ¿quieres? Solo digo que es algo a tener en cuenta. Entiendo que no haya dinero, claro que lo entiendo. Al fin y al cabo yo también lo estoy pagando. Pero sabes que no toda la familia esta de acuerdo, y que Lidia piensa igual que yo.
— Si tantas ganas tiene Lidia de mantener a Alfred en la tumba, que pague ella la cuota mensual de la funeraria. Porque yo ya no la voy a pagar más, por mucho respeto que le tenga a mi hermano — al decir aquello y reiterarlo con un golpe de puño en la mesa, se dirigió hacia la puerta.
Yo ni siquiera había acabado de procesar lo que habían dicho. Y siendo sincero, creo que no entendí la mitad de las palabras que escuché; pero el contexto sí que no me lo perdí. Hablaban de mi tío Alfred y estaba en una tumba. Al menos aquello lo dejaba todo bastante claro.
Como aún me encontraba repitiendo aquella conversación una y otra vez como un disco rayado, no me di cuenta de que mi padre iba a abrir la puerta y no tuve tiempo de apartarme. Entonces sí que fue cuando me di cuenta de que estaba verdaderamente enfadado, porque abrió la puerta con tanta fuerza que me golpeó en la cabeza. Y acabé tirado en el suelo con un morado en la frente y muchísimas preguntas en la punta de la lengua.
En cuanto mi madre oyó el golpe, se apresuró a salir de la habitación, ya preocupada por mí incluso antes de verme tirado en el suelo del pasillo. Como si supiera de memoria el sonido que hacía mi cabeza al chocar contra una puerta y desde un principio intuyera que el ruido lo había provocado yo.
No recuerdo exactamente qué le dije mientras me ayudaba a levantarme. Seguramente le expliqué que andaba despistado y que no vi la puerta. Pero una puerta de madera no se te estampa inadvertida en la frente. No sé qué inventé, pero estoy seguro de que no tenía sentido y era mentira.
Podría haberles dicho la verdad y exigirles una explicación sobre mi tío y sus vacaciones al cementerio. Pero no hubiera servido de nada. La conversación habría girado entorno a mi oreja pegada a la puerta segundos atrás. Mi padre odiaba que me quedara escuchando sus conversaciones. No me apetecía oír un sermón y sorprendentemente tampoco tenía ganas de saber nada sobre mis regalos de Navidad.
Le dije a mi madre que estaba bien y fui a mi habitación a por la chaqueta. No estaba bien. Salí por la puerta principal en cuanto mis padres se encerraron en la cocina para seguir su conversación sobre muerte y dinero. No me interesaba, igualmente no la entendía o no quería entenderla. Me fui tan rápido que ni siquiera me paré a coger los guantes, y el aire de diciembre me lo recordó al salir al portal.
De camino al cementerio me agachaba a coger tallos de hierba y alguna pequeña flor que encontré. Pero no vi gran cosa. En aquel pueblo todo estaba muerto, mi tío incluido. Yo nunca había ido al cementerio, pero creía saber más o menos dónde paraba.
No lo sabía. Me perdí dos veces.
Pero finalmente llegué, me miré la mano y me compadecí de mí mismo. Cinco meses has tardado y te presentas con unos cuantos hierbajos y tres flores silvestres. Incluso se me ocurrió la estúpida idea de que podría haberme vestido mejor para la ocasión. Pero ya no tenía sentido. No me estaba presentando a su funeral, sino prácticamente a su aniversario de muerte.
Di vueltas y vueltas hasta encontrar su tumba. Una pequeña lápida en forma de cruz con un rótulo de madera: "Alfred Salgar, 1955-1989". No decía nada más.
Murió bastante joven. Tenía 34 años, un apartamento pequeño, dos trabajos mal pagados, poca familia, muchos amigos, un sobrino inútil y una piedra en forma de cruz con su nombre. No mucho más. Y aquello último no duraría mucho porque al parecer mi familia no podía mantenerlo.
Al costado de la lápida descansaba un ramo de flores que en su día habría sido decente, bastante más que mis hierbajos. Pero para entonces ya estaba podrido. Lo aparté y dejé en su lugar las tres flores que había encontrado por el camino. Al menos no estaban mustias.
— Hace dos meses le dije a mi padre que te mandara una carta de mi parte, pero supongo que no ha llegado a ningún sitio — murmuré en voz alta, hablando más bien conmigo mismo. — Te decía que esperaba que lo estuvieras pasando muy bien en las vacaciones y que se te echaba de menos por el pueblo.
Me quedé callado un par de minutos. Aquello era todo lo que tenía que decirle. Tampoco me iba a quedar mucho tiempo, porque mis padres no se quedarían eternamente encerrados en la cocina y se darían cuenta de que me había ido. Pero no llegué a entrar a casa, ni siquiera tenía llaves. Claramente la organización previa de aquel plan de huida al cementerio había sido nula. Incluso haber encontrado el camino de vuelta a casa le pareció un milagro a mi yo de doce años.
Mi padre me esperaba en el portal de casa. Me agarró del brazo y advertí que tenía ganas de arrancármelo. Me dijo que mi madre había llamado a la policía y que estaban preocupados.
Yo también había estado preocupado por mi tío. Durante el camino de vuelta, la sensación de tristeza se había sustituido por una de rabia. Impotencia, más bien. Me martirizaba porque me sentía estúpido, con mis hierbajos y mi mala cabeza. ¿Cómo podía haber tardado tanto en darme cuenta? Me sentía fuera de lugar. No saber la razón de su muerte me hacía constantemente pensar en escenarios trágicos. Policías y crímenes y sangre.
Pero aquella situación no se dio. Según mi padre, fue mucho más sencillo. Y desde el día en que me contó lo ocurrido, he estado pensando que sencillo no es el adjetivo pertinente para hablar de la muerte de nadie.
Mucho menos de mi tío.
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El hombre que llevaba un edificio sobre los hombros.
Mystery / ThrillerEste libro es un secreto.