Capítulo 2

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Era imposible. Probé cinco productos de limpieza distintos. En realidad no los conté, pero fueron muchos, de todas formas, demasiados para una sola mancha. Uno pensaría que las del inodoro son las más difíciles de fregar; pero no. Las manchas de los azulejos del baño son las peores. Pueden ser de cualquier cosa. A mí en concreto me inquietaba el color granate rancio de aquella que intentaba limpiar. Podría llegar a entenderla en el baño de mujeres, ¿pero en el de hombres? Parecía una mancha de sangre y pintalabios. Tampoco entendía muy bien cómo podría haberse dado esa combinación. Pero no me interesaba descubrirlo ni me pagarían más por averiguarlo.

Mi trabajo improvisado en el Bar del Caine figuraba bajo el nombre de "administrador del almacén de mantenimiento", lo que en práctica significaba que fregaba baños. Era un nombre tan rebuscado que siempre supe que Diego Caine se lo había inventado. Pero sonaba bastante bien y era una tarea simple. Excepto en días como aquel, en que habría embadurnado el azulejo en gasolina y le hubiera prendido fuego. Estaba seguro de que la mancha granate se reía de mí.

- Es preciso consumir para usar el baño - dije instintivamente al escuchar abrirse la puerta. Era una frase que Diego me había hecho aprender de memoria. La había repetido tantas veces que mayormente la decía sin pensar, como un acto reflejo.

- No hay nadie en la barra - contestó una voz con indiferencia. Levanté la vista y vi a un niño lavándose las manos. Claro que no había nadie en la barra, eran las doce del mediodía; no había nadie en ningún sitio. El pueblo era bastante fantasma la mayoría del tiempo.

- Y era la oportunidad perfecta para entrar en el baño de un establecimiento sin pagar - respondí de forma automática. - Si no vas a pedir un café, puedes irte. Y teniendo en cuenta que no servimos café, será mejor que no tardes mucho. Gracias.

- Solo me estaba lavando las manos. No hace falta ser tan desagradable - y con esas abrió la puerta de un empujón y se fue. Con las manos mojadas y todo.

- ¡Te enviaré la factura del agua por correo! - grité antes de que saliera del bar. Pero era otra de esas frases que decía muy a menudo y había perdido el sentido.

Finalmente desistí. En la tarea de limpiar la mancha granate del baño y en la investigación no remunerada de entender cómo se habría formado. No me pagaban suficiente para estar todo el día de rodillas. No estaba mal para un trabajo de verano, pero la verdad es que cuando Diego me propuso trabajar en su bar, no era exactamente lo que tenía en mente. A lo mejor mi título de administrador del almacén de mantenimiento había puesto mis expectativas demasiado altas.

De todas formas necesitaba el dinero, aún no estaba seguro de porqué ni para qué, pero necesitaba el dinero. Eso me había dicho mi padre. Muy probablemente porque no me quería en casa todo el día. Pero yo ahorraba mi dinero con convicción, esperando que fuera útil para cuando empezara la universidad o para el día en que me independizara.

- Es preciso consumir para usar el baño - repetí sin emoción cuando la puerta volvió a abrirse. Pero cuando me giré no vi a ningún niño lavándose las manos. - Ah, eres tú.

- Claro que soy yo. ¿Quién más va a entrar al bar a las doce del mediodía? - preguntó apoyado en el marco de la puerta. Solo entraban niños que querían usar el baño o ancianos que querían café. Pero nosotros no servíamos café. - Hoy es el cumpleaños de Miguel.

- Todos los días es el cumpleaños de Miguel - noté. En marzo también había sido su cumpleaños. Y recordaba haber celebrado su aniversario de boda un par de veces durante la primavera. Le encantaban los regalos, al bueno de Miguel.

- Pero hoy es el de verdad. Lo he comprobado - me aseguró Diego. Decidí creerlo porque me contó que le había comprado un pastel de nata y todo. Él no gastaría su dinero si no estuviera completamente seguro de que no era en vano.

Me dijo que yo estaba invitado a la fiesta. La celebrarían en el mismo bar, y me pidió que pasara por casa y cogiera unas cuantas velas de cumpleaños para la tarta. La fiesta empezaría a las once de la noche y acabaría en cuanto alguien vomitara. A mí no me apetecía ir, pero Diego me insistió. «Te necesitamos, - me decía - a ti y a tus velas de cumpleaños». Pero Miguel cumplía 42 años y acabó soplando un pastel de nata con siete velas. No encontré más en casa, pero igualmente me dio las gracias por el esfuerzo.

El circo terminó a las tres de la mañana y sí, fue gracias a un vómito. Un amigo de Miguel que no conocía había bebido bastante. Todos habían bebido bastante. Excepto yo, claro, pero no sabía si considerarme parte de la fiesta o solo era el que había llevado las velas.

No había conversado mucho durante la noche. Estaba seguro de que Miguel me había hablado de algunos de sus amigos allí presentes, pero estaba claro que ellos no tenían ni idea de quién era yo. Como no conseguí entablar conversación con nadie, me ofrecí rápidamente a fregar el estropicio en cuanto uno de ellos vomitó.

Quedó todo empapado, porque el cubo de la fregona tenía una pequeña grieta y constantemente se escapaba el agua. Diego me dijo que en el almacén de mantenimiento había papel de periódico para poner en el suelo, ya que la mayoría de invitados no estaban como para andar sobre una superficie húmeda.

El almacén de mantenimiento era un armario empotrado. Lo que a mí me convertía en el administrador de un armario empotrado. Realmente lo mejor de mi trabajo era sin duda el nombre, porque por lo demás tenía poca elegancia.

Encontré papel y polvo. Sobre todo mucho polvo. Y los periódicos estaban arrugados en un rincón, prácticamente mimetizados con el armario. Cogí varios y empecé a romper sus páginas para esparcirlas por el suelo del bar. Economía, cultura, deportes. El suelo estaba empapado y necesitaba dos capas de papel. Más economía, más cultura, más deportes. Finalmente acabó llamando mi atención el apartado de política. Una vez debajo de mis pies, pude leer el enunciado que encabezaba la sección: "PSOE gana las elecciones anticipadas por Felipe González". Pero de eso hacía ya unos cinco años. Aquel periódico era de 1989.

El resto de páginas aún sin arrancar me pesaban en las manos. Y durante unos segundos quise fingir que no había leído el apartado de sociedad. Pero lo sujetaba delante mío y el enunciado de la primera noticia me miraba directamente a los ojos. Recordé que los titulares están hechos para llamar la atención, y tienen derecho a ser tan tétricos como gusten.

"Suicidio de un hombre de 34 años en el Bar Camprubí" decía. Y pensé que aquella era la frase menos sencilla que había leído en mi vida.

El hombre que llevaba un edificio sobre los hombros.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora