Las campanadas de la iglesia sonaron demasiado pronto. Las más tempranas se hacían escuchar a las cinco de la mañana, pero yo estaba convencido de que se habían adelantado. Tan seguro estaba de mí mismo, que las campanadas de las seis ni las escuché. De hecho, cuando sonaron las de las siete, me eché a reír, como si el campanario y yo compartiéramos algún tipo de chiste interno. Solo él y yo sabíamos la verdad. Pero el resto del pueblo pensaría que realmente eran las siete de la mañana, y que yo llevaba cuatro horas andando por las calles de algún sitio que ya no distinguía porque me había alejado demasiado de mi casa.
No había dormido en toda la noche, pero no tenía sueño. Nada me hubiera gustado más que ser capaz de dormirme o desmayarme del cansancio. Perder la consciencia de alguna forma porque la lucidez me jugaba malas pasadas. Intentaba autoconvencerme de que la finalidad principal de aquella caminata era encontrar el Bar Camprubí, pero a medida que pasaban las horas se me hacía más difícil creérmelo. Porque no me había parado a preguntar a nadie dónde estaba aquel bar, y en parte porque ni siquiera sabía dónde estaba yo. Así que acabé resignándome a aceptar que de alguna forma lo único que estaba haciendo era huir.
La tormenta se anunciaba desde que salí del Bar del Caine, pero no conseguí que me importara lo suficiente. A las ocho de la mañana la tenía justo encima, debajo, por todos sitios. Hasta en los calcetines mojados. Como si me estuviera duchando, porque no llevaba paraguas, ni chubasquero ni chaqueta. Ni siquiera una gorra. Estaba seguro de que me resfriaría, pero en algún momento del camino debí perder la cabeza porque mi mente no iba con mi cuerpo. Me sentía despersonalizado. Me daba absolutamente igual resfriarme. Incluso el papel de periódico que llevaba en la mano me importaba bastante poco. Igualmente ya lo había leído, de nada serviría conservarlo. Así que caminando por la calle, el periódico se fue mojando y deshaciendo poco a poco en mi mano. Dejaba un camino de trozos de papel allá por donde iba. A mí me parecía un rastro de sangre.
Creí imposible que aquel caminante bajo la tormenta pudiera ser yo, porque no me sentía parte del escenario. Mi mente llevaba horas en otro sitio. Estaba volviendo del cementerio y deseando haber cogido los guantes. Tenía unos doce años recién cumplidos y acababa de visitar la tumba de mi tío. Mi padre me pedía una explicación y yo le decía la verdad. Se suponía que él estaba dispuesto a hacer lo mismo.
Me contaba entonces, que mi tío había fallecido por exceso. Exceso de alcohol, exceso de tabaco y exceso de vida en general. Así que a una edad muy temprana aprendí que al parecer vivir demasiado también te deja muerto. Desde que me explicó todo aquello, a mí no se me había pasado por la cabeza tomar una gota de alcohol o acercarme un cigarro a la boca. Me preguntaba cómo era posible que mi padre hubiera convertido la muerte de mi tío en una campaña antitabaco.
Un exceso de todo un poco, una mala noche y un ataque al corazón. Sonaba lo suficientemente creíble para mi yo de doce años. Pero me di cuenta de que también le parecía una explicación racional a mi yo de diecisiete. Era una buena historia, y yo no tenía forma de descubrir que era mentira. O al menos pensar aquello me hacía sentir un poco menos ingenuo. Porque toda mi familia sabía la verdad. Y Diego también, al igual que todos los amigos de mi tío. Cada vez me parecía más difícil controlar los nervios al pensar que cualquier desconocido que hubiera trabajado en el Bar Camprubí lo sabía y yo no. De hecho no había oído aquel nombre en mi vida.
Hasta las nueve de la mañana no fui capaz de recuperar el juicio. La tormenta había durado poco más de un cuarto de hora, pero cuando terminó ni siquiera me di cuenta. Recordé que a las once debía estar en el Bar del Caine para empezar a limpiar baños. Le pregunté a una señora si sabía dónde estaba y me dijo que no debería tardar más de diez minutos en llegar. Al final resultó que llevaba toda la noche dando vueltas por el pueblo de al lado.
Cuando llegué al bar lo encontré abierto, pero no había nadie. ¿Para qué molestarse en cerrar con llave? Nadie entraría a robar un par de cervezas baratas, un cubo de la fregona roto o unos cuantos periódicos antiguos. No valía la pena. Nada más entrar confirmé mis sospechas: todo estaba hecho un desastre, legado de la fiesta de cumpleaños de Miguel.
En vez de ir a buscar mis productos de limpieza y empezar a trabajar, lo primero que hice fue ir a la barra y coger una cerveza. Me senté en una de las mesas del fondo y me peleé con el abridor para poder beber. El sabor me provocaba arcadas. Seguí bebiendo porque de todas formas tenía sed. El olor era desagradable. Le di otro sorbo. Era demasiado agrio. Seguí bebiendo. No estaba acostumbrado al sabor, decidí en aquel momento que nunca había probado algo tan repulsivo. Y me terminé la botella.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó Diego en cuanto entró al bar. Tardé bastante en darme cuenta de que me hablaba a mí, porque no me dirigió la mirada. Tenía los ojos fijos en mi bebida. Por un momento pensé que esperaba una contestación por parte de la cerveza.
— Luego te la pago— dije refiriéndome a la consumición. No respondí a su pregunta porque aún no había decidido porqué me había presentado en su bar a las nueve de la mañana.
— ¿Por qué estás bebiendo? — preguntó después de una pausa. Estaba claro que había pensado la pregunta antes de formularla. Tenía cuidado con lo que decía porque sabía que algo no iba bien. ¿Pero qué le habría hecho pensar eso? Yo estaba perfectamente. Mejor que nunca.
— Si te soy sincero estaba buscando el Bar Camprubí. Pero como no he conseguido encontrarlo, he decidido tomarme aquí la cerveza — contesté de forma impulsiva. El desagradable sabor de la bebida me recordó que definitivamente sería la última.
Antes de que terminara la frase él ya lo había entendido todo. Estoy seguro de que lo había intuido desde el primer momento en que entró al bar. Seguramente era obvio. Yo ya no tenía el periódico en la mano, pero era como si lo llevara impreso en la frente. En pocos contextos podría haberme encontrado en aquella situación: con el estómago revuelto y los calcetines mojados. Supongo que por eso no le terminó de sorprender. Simplemente pareció apenarle.
Cuando se dio cuenta de que no tenía nada que decirme, se resignó a dirigirse a la barra y servirse una bebida idéntica a la mía. Se sentó en mi misma mesa y usó el abridor con bastante más destreza que yo. Empezó a beber, decepcionado consigo mismo al no poder ser un buen ejemplo para mí en aquella situación. Y nos quedamos en silencio.
Un hombre anciano entró al bar en cuanto empezó a aclararse el día. Diego y yo seguíamos exactamente en la misma posición. Se dirigió a nosotros cuando dijo que tomaría un café.
Pero nosotros no servíamos café.
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El hombre que llevaba un edificio sobre los hombros.
Mystery / ThrillerEste libro es un secreto.