Día I

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Ingolstadt, Alemania - 1818

El sonido de la vieja corneta inundaba todas las esquinas de la ciudad. Los reflectores estaban listos para iniciar su ronda de efectos y toda la ciudad lo comentaba. El circo había llegado a Ingolstadt y su gente lo recibía con entusiasmo. Aquella noche los carruajes aguardaban aparcados en los alrededores mientras mensajeros y muchos visitantes, se acercaban a comprar boletos para nuestra función de las 20:30pm. Sería una función como muchas desde que podía y era capaz de recordar.

A lo lejos, podía oír como algunos niños discutían si habría de ser mejor ver al gigante o a la mujer barbuda y muchos no lograban ponerse de acuerdo si la mejor atracción correspondía al hombre bala o a los temibles arlequines – ¡lo mejor eran los leones! –decía el más pequeño de todos, mientras varias familias comenzaban a impacientarse aguardando en las gradas, ya era momento de iniciar el show.

Pronto, la voz del narrador abría paso a los aplausos. Debía librar la transición entre la euforia del público y el propio show a continuación. Los elefantes eran los encargados de la apertura en la rutina de los payasos y bufones, quiénes me permito recordar estaban tan borrachos que apenas y podían mantenerse en pie. Las carcajadas inundaban el ambiente luego de largos minutos y con ello, me apresuré a entrar a la carpa pues era momento de mi aparición rutinaria.

En cuestión de segundos, ya había recibido toda una lluvia de golpes y tomates podridos que se complementaban con la risa del público y los propios gritos ensordecedores de mis atacantes. Sentí un inmenso dolor en mi columna al mismo tiempo en que uno de estos me sujetaba con fuerza para ser lanzado hacia un charco de barro y paja.

Risas, risas y gritos eran la anestesia perfecta al dolor que ahora se agolpaba muy cerca de mis costillas falsas, pero no había tiempo, debía recuperarme. No hubo momento para titubeos cuando completamente lleno de barro, era en minutos sacudido por un arlequín que me invitaba a recoger los tomates con rapidez para así despedir, por ahora, al público que enloquecía y estallaba en aplausos, obnubilados por una mejor atracción que yo, a lo que yo me retiraba cojeando en la penumbra.

En aquella época yo habría sido incapaz de escribir estas líneas. Yo no existía para el mundo como le conozco hoy; no le pertenecía a nadie más que al circo, no tenía un nombre y no me pertenecía a mí mismo; era tan solo un despojo de ser humano, adornado con harapos, el cabello enmarañado hasta los hombros y una inmensa protuberancia que me había ganado con creces el título de "El jorobado". Mi piel curtida y sucia estaba llena de erupciones producto del mal aseo y la casi inexistente alimentación; mis manos y uñas parecían las de un animal fantasmal. Mi imagen era la de una desdichada criatura o al menos así me llamaste cuando te conocí, pero no debo interferir con el curso de la historia.

No existía un "yo" para mí. En mi faena diaria, era solo un tumulto de inseguridades que solo servían para hacer reír a alguien más a través de golpes y escenas grotescas; solo útil para generar lástima cuando en días de fortuna para mí gusto y descanso, mi amo había amanecido de buen humor y permitía a los payasos relegarme a una rutina menos tormentosa. Simplemente solo formaba parte del circo como una atracción más, para servir de relleno en cualquier función que ameritase un poco más de "diversión".

En aquellos días, fuera del arduo trabajo que representaba el ir y venir de una ciudad a otra, me gustaba mucho leer, si, leer. Hacerme de cualquier información para a través de los libros, vivir un mundo que fuera un poco más distinto; aunque no entendería esto sino hasta mucho tiempo después.

Con el pasar del tiempo, había comido tantos libros como ciudades había conocido. Había leído tratados de todo tipo y mi lectura favorita envolvía el maravilloso mundo de la medicina, la anatomía y cuan perfecta era esta jaula que encierra nuestras almas y de la que dependemos totalmente. El cuerpo humano era mi fascinación y aun lo sigue siendo, pese a todo: con todo su sistema nervioso, sus arterias y venas, sus importantes órganos y cada músculo unido a un hueso cuyo nombre siempre es importante. En aquel tiempo, fungí de médico muchas veces en el circo. Era capaz de hacer sanar con ungüentos y brebajes algunos males y también curar las heridas y moretones de algún trapecista herido. Todo ello aunque no me dejaran aplicarme a mí mismo ninguno de esos remedios. También atendía a los animales, aunque algunas veces habíamos tenido que recurrir a especialistas en ese campo.

El Diario de Frankenstein.Where stories live. Discover now