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El otoño daba paso al invierno con una nevada semana sobre la ciudad de San Francisco. Mi amigo Clay y yo caminábamos sobre el Golden Gate para pasar hacia nuestra escuela...
-¡Último día de clase! Por fin
-Ya...¡qué guay!- exclamábamos felices sobre la ciudad
Lo que no sabíamos era que, nada más pasar las puertas de esa escuela...
-¿Cómo que no podemos irnos?- exclamaba mirando con rabia al director White
-Tienen que haceros unas pruebas antes de que os vayáis y se las tienen que hacer a todo el mundo antes de abrir para que podáis iros. Así que sentaros en unas sillas y esperar a que os toque el turno.
Pasaban las horas e íbamos escuchando lo que le hacían a los que entraban en la sala de profesores: nos decían que les habían puesto unas vacunas que hacían que se desmayasen y después, cuando se despertaban, tenían un código de barras grabado en el cuello.
No podía soportar oír eso.
Tenía que salir de allí antes de que me hicieran lo mismo. Pero, ¿cómo?
En ese mismo instante me acordé de la puerta que siempre dejaban abierta del sótano del colegio que descubrimos cuando no queríamos presentarnos al examen que no habíamos estudiado y en el que nos escondimos Clay y yo para que no nos encontrasen.
Avisé a mi amigo y aceptó huir conmigo de aquellas pruebas.

Código de barrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora