Uno

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Siempre hay un roto para un descosido.

Mi madre solía decir que mis constantes cambios de humor se debían a lo consentida que era, siempre culpaba a mi padre de todo lo malo que pasaba en nuestras vidas.

Jamás supo que el problema era yo.

El ser hija de la directora del departamento de neurociencias del hospital más grande e importante de la ciudad era una carga con la que no quería lidiar, así que me mudé lo más lejos posible.

Claro que, en el mundo en el que solía moverme no había manera de pasar desapercibida, pero trataba.

Un intento más, un fracaso más.

La mirada furiosa de Sofía hizo que solo hiciera girar los ojos, nos hubiéramos ahorrado esas visitas si tan solo me dejara actuar como quería.

Pero ella me quería mantener viva, Dios sabe porqué, yo solo quería desaparecer.

—Creí que estabas mejorando con esa terapista —espetó con molestia.

—Es una perra, todas las doctoras son unas malditas, me haces perder el tiempo —susurré con voz tensa.

No había nadie a nuestro alrededor, el olor a humedad hizo que arrugara la nariz y quisiera estornudar, odiaba ese lugar.

—Saben que debería reportar esto, ¿cierto? —dijo la doctora en voz baja.

Sofía le dio una mirada llena de culpa, eso iba en contra de toda esa moralidad que la hacía destacar.

—Gracias por no hacerlo, prometo...

—No hables por mí —la interrumpí con enojo.

Sofía suspiró y sacudió la cabeza, la doctora me miró con algo de preocupación antes de pedirle a mi amiga que la acompañara a la otra sala.

Suspiré frustrada cuando finalmente se alejaron, seguramente iba a darle el número de otra terapista.

«Patrañas, esto no se cura» pensé con desgano observando mi brazo.

Mi madre llamó en la semana y parloteó sobre los experimentos en hombres que había realizado, me pidió mi opinión sobre unir fuerza con la PoliFem para aplicar terapia de electroshock a algunos hombres aparentemente intratables.

Y por más fría que pudiera ser, eso me pareció... Enfermo.

En algún libro leí que antes se aplicaban esas terapias siempre con el consentimiento del paciente, pero la PoliFem y la institución que dirigía mi progenitora lo estaban imponiendo.

Si era realista, era más una tortura disfrazada para corregir a los esposos de esas mujeres de alta alcurnia.

Y al negarme a dar mi opinión, mi madre optó por los reclamos de la vida que llevaba, la distancia puesta y... De hecho protestó por todo lo que era.

Y obviamente salió mi queja de haber mandado a mi padre al basurero.

Sobraba decir que tuvimos una de esas peleas que siempre me descolocaban, me dejaban fuera de control y optaba por un escape.

Y se me pasó la mano.

Lo que me llevó a esa sala dónde una vez cada dos o tres meses la doctora y amiga de Sofía tenía que cubrir mis heridas.

Maldita la hora en que mi amiga entró al departamento.

Miré hacia la izquierda, a esa zona del hospital dónde se atendían emergencias, pude notar que no había ni un alma en el lugar, creo que hasta pude escuchar un grillo.

Eso, hasta que se movió una de las cortinas con el aire y pude ver unas piernas colgando de una camilla.

Fruncí el ceño, era realmente asquerosa la manera en la que los hombres eran tratados, era por eso que no tenía a uno a mi lado.

Eso de adquirirlos para que fueran criados... No iba conmigo ni mi estilo de vida.

En fin, me levanté para irme, no quería soportar los sermones de Sofía, me los sabía todos y cada uno.

Sin embargo, para escapar de mi amiga debía salir por dónde seguramente seguía recibiendo consejos de la doctora que me había cambiado de psicóloga por lo menos tres veces en lo que iba del año.

Y bueno, del otro lado seguía sin haber un alma.

Sostuve mi brazo y me dispuse a salir por la puerta de emergencias, sería rápido y fácil, ya mañana escucharía el largo regaño de Sofía.

Me encaminé a la salida, traté con toda el alma de no mirar a la persona que seguramente esperaría horas por algo de atención, incluso levanté la barbilla en ademán de desinterés.

Pero algo, un impulso fuera de este mundo, me obligó a posar mi mirada sobre el hombre quebrado en la camilla.

Estaba delgado, en exceso, su piel se encontraba demacrada y tenía la vista clavada en la pared de enfrente.

Ni siquiera notó mi presencia.

Pero lo que me mantuvo inerte y atrapada fue lo ausente de su mirada, la pude reconocer y no porque él tuviera la misma situación que yo.

Si no porque estaba llena de esa desesperanza que de vez en cuando me albergaba, de ese vacío que solía consumirme en la soledad.

De esas marcas que muchas veces no se pueden dejar atrás.

Mi pecho se contrajo dolorosamente, un abismo se abrió en mi estómago y comencé esa caída libre a sentir mucho sin poder detenerlo.

Necesitaba algo, mi escape, tal vez arrancarme las puntadas o...

Era como mirarse en un espejo y eso me desbancó más de lo que ya estaba.

Apreté con fuerza el brazo que tenía las puntadas, el exquisito dolor que se empezó a expandir era lo que necesitaba; quería correr, huir de ahí, pero mis pies se mantuvieron como si estuvieran pegados.

Entonces, sus ojos verdes se fijaron en mí... Y todo se fue al carajo.

QuebradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora