Componer junto a ti.

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Tenía diez años. Estaba en el salón de música de su nueva escuela, sentada en un rincón mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. La pequeña pelinegra llevaba ya un buen rato allí y aquellas lágrimas no dejaban  de caer.

Escuchó la puerta abrirse, pero no le prestó atención. El sonido de unos pasos le dijeron que alguien se acercaba a ella, pero lo único que pudo hacer fue esconder su rostro.

―¡¿Tomoyo?! ―al escuchar aquella voz supo al instante que ese era Eriol, uno de los pomposos niños de su clase, el favorito de todos―…  ¿Por qué lloras?

―¡¿Qué te importa?! ¿También quieres burlarte de mí? ―replicó muy molesta la pelinegra.

―Como quieras ―respondió el niño.

Tomoyo levantó la vista un momento y lo vio levantar aquel cuaderno violeta que ella usaba para escribir sus cosas y que ella misma había arrojado después de lo que había dicho su profesor de piano.

El pelinegro comenzó a pasar las hojas, dedicándole algo de tiempo a cada una de ellas y una sonrisa apareció en su rostro.

―Eso es mío déjalo donde estaba ―se quejó Tomoyo poniéndose de pie y limpiando sus lágrimas.

―¿Es tuyo… tú hiciste esto? ―preguntó bastante intrigado el joven, centrando sus azules ojos en la muchacha.

Tomoyo solo asintió, esos ojos la sorprendieron.

El pelinegro siguió girando las páginas y se detuvo donde aquella cinta violeta señalaba la última página escrita. La niña de ojos amatista volvió a recordar la expresión y las palabras de su profesor y se acercó para quitarle su cuaderno a ese niño, pero cuando estaba a punto de arrebatarselo de las manos se detuvo. Eriol estaba sonriendo y ella estaba segura de que esa no era una sonrisa de burla como muchas de las que había recibido en su corta estancia en ese pomposo colegio inglés.

Eriol centró sus ojos en esos orbes amatistas y su sonrisa se amplió. Tomó la mano de la niña y casi la arrastró hasta el piano. Se sentó y comenzó a tocar las primeras notas que estaban dibujadas en los márgenes y en el espacio que quedaba a un lado de aquella canción. Una sonrisa apareció en el rostro de Tomoyo, probablemente su primera sonrisa no forzada desde que estaba en Londres, sus ojos se centraron en aquellas manos que se movían con la naturalidad con la que se respira. De repente el pelinegro se detuvo, tomó esa rosada lapicera que colgaba de la cinta violeta y siguió dibujando notas, lo que sorprendió a la amatista.

—¡¿Qué haces?! —exclamó la niña acercándose más.

—Continúo tu partitura —respondió sin desviar su mirada.

—¡¿Que?! ¿Por qué? —agregó mirando algo incrédula al muchacho.

—Porque está incompleta y se me ocurrió cómo seguirla —murmuró sin dejar de escribir—… ya verás que te gustara —agregó volteando a ver a la niña que parecía estar dudando entre arrebatarle el cuaderno o sentarse a su lado. Amplió su sonrisa y dio dos pequeños golpes al espacio a su lado en el taburete, para indicarle a la amatista que se sentará, está pareció volver a dudar y soltando un suspiro se sentó—… ¿Tocas conmigo?

—Yo no toco, no lo hago bien —el pelinegro la miró levantando una ceja.

—¡No es posible! Si escribiste esto debes tocar —acotó sin quitar aquella sonrisa de su rostro.

—Soy buena para hacer letras y conozco las notas,puedo leer partituras por mi padre… pero soy torpe con los dedos —la última frase fue un murmullo cargado de dolor que sorprendió al pelinegro.

—A ver —dijo girandose hacia ella y extendiendo sus manos, la niña lo miró algo confundida—. Dame tus manos —Tomoyo dudo un momento y finalmente extendió sus manos hacia el pelinegro, quien las sujetó y las inspeccionó, para terminar acariciando delicadamente los suaves dedos de la amatista—. Eso no es posible… veamos cómo tocas —agregó poniéndose de pie y ubicándose detrás de la niña.

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⏰ Última actualización: Jul 08, 2018 ⏰

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El Mago y la AmatistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora